El nacimiento de la República Popular de la Antártida

 


 

 ÉXODO

 

He hablado de la furia del mar del Scotia, barrido por los vientos del oeste y agitado por la corriente de las Malvinas, lo que los cazadores de focas llamaban el hogar de las madres de las olas gigantescas, enormes como montañas rodantes, que con frecuencia empequeñecen incluso a aquella monstruosa que arrojó al Ángel de la Muerte al medio del Atlántico, y que a menudo está envuelto en una densa niebla que enturbiaba el límite entre el mar y el cielo. Los cazadores de focas contaban otra historia del mar del Scotia, una historia que eclipsaba el terror de esas cordilleras de aguas saladas. Contaban de los trece inviernos consecutivos en que la masa compacta de hielo que se extendía cada invierno desde la Antártida avanzó hasta envolver a

Georgia del Sur en un aullante desierto blanco. Se decía que había ocurrido en el siglo diecinueve, cuando sólo los cazadores de ballenas y de focas se aventuraban al sur del paralelo cincuenta y cinco, cuando sólo los cazadores de focas locos se atrevían a cruzar el paralelo sesenta en busca de la riqueza de los criaderos de las Orcadas del Sur y las Shetland del Sur. Era una historia exagerada, palabras de cazadores de focas que Christmas Muir me describió como «cebo de banqueros», dando a entender que probablemente era más una excusa para justificar la falta de éxito —ante los bancos que financiaban las expediciones de caza de focas— que auténtica oceanología. La idea de que el mar de Weddell, que cubre la Antártida desde la Tierra de la Reina Maud hasta la Tierra de Graham, podía extender su capa de hielo más de setecientas millas fuera del círculo Antártico es fantástica.

 Yo vi cómo sucedía en mayo y junio de mi sexto año en Georgia del Sur. Cada mañana despejada, una de cada cuatro en aquella época del año, salía de mis habitaciones del Salón de la Asamblea y subía hasta el alto brezal y me quedaba allí pasmado mientras el horizonte del sudeste se iluminaba con lo que llamaban resplandor del hielo. La vanguardia de la masa compacta se acercaba en una línea a través de la faz de la tierra. Era una operación militar. Icebergs tabulares desprendidos de la capa de hielo permanente de la Antártida precedían a la masa compacta como si fueran tropas de asalto, algunos de un kilómetro y medio de largo y unos pocos cientos de metros de ancho, volcándose de repente cuando la marea los sacudía, otros de decenas de kilómetros de largo y de ancho, islas de hielo a la deriva de varios centenares de metros de alto, escarpadas y multicolores. El mar también estaba salpicado de fragmentos de témpanos desgajados de las islas de hielo y de trozos de hielo quebradizo y de láminas de hielo independientes de la masa compacta principal. La propia masa avanzaba tanto bajo el resplandor del hielo como bajo el asombroso fenómeno óptico de los espejismos de islas proyectadas en posición invertida contra el cielo azul acero. A veces daba la impresión de que una monstruosa boca gris abría las fauces hacia Georgia del Sur, dientes serrados compuestos por blancas islas de hielo abajo y arriba: relucientes, de un rojo sangre en el crepúsculo, furiosos.

Christmas Muir, Peggs y Wild Drumrul a veces subían conmigo, Peggs, un hombre nada fanfarrón que recordaba historias de los siete mares del mundo y el hielo de los dos polos, nos describió cómo se producía la masa de hielo. Después de todo este tiempo, todavía me produce satisfacción conocer los procesos naturales que nos sepultaron a mí y a los míos. El agua del mar se congela a dos grados centígrados bajo cero. No fue muy preciso en cuanto a la ciencia involucrada, y por lo que recuerdo, la temperatura del aire es independiente de la temperatura en el nivel del mar. Primero, se forman cristales en el agua, como aguanieve con agua aceitosa encima. Luego, a medida que la temperatura desciende a causa del viento y de la corriente, el hielo granizado se transforma en una capa lodosa llamada grasa de hielo. Por último, con el descenso de la temperatura, las capas independientes, llamadas hojas de hielo, se congelan en un hielo nuevo que, cuando se espesa hasta tres metros, pierde su contenido de sal y se libera del agua. Ese nuevo hielo se desintegra y se estratifica cuando el mar abajo, o una tormenta arriba, arroja una capa flotante contra otra, amontonándolas o adosándolas. La acumulación y la yuxtaposición combinan hielos nuevos hasta formar paredes escarpadas y altas que pueden crecer hasta convertirse en barreras de más de diez metros de alto, la avanzada de reductos de millones de kilómetros cuadrados de un infatigable ejército de cristal.

 Me divierte la aparente placidez del proceso. Observarlo la primera vez fue terrible. Sentí como si el mar estuviera muriéndose, como si toda vida se estuviese retardando hasta convertirse en una nada omnipresente. Mientras la masa de hielo junta fuerzas, enfriando la temperatura del aire que tiene delante, arroja un hielo nuevo que es como unas garras que se retuercen volviendo hacia la masa y saltando otra vez como una saeta hacia afuera para apoderarse de mar virgen o para anclarse a las islas de hielo que cumplen la función de una escuadra de vanguardia. La masa siempre estaba en movimiento, siempre era violenta. Carecía de plan, era más bien una condición; sin embargo, como crecía hora tras hora, parecía sublimemente viva. En realidad era la antítesis de la vida.

¿He hablado del ruido? Georgia del Sur era viento y lluvia, el mar que rompía contra los riscos, la espuma que se arqueaba sobre los despeñaderos, el caos elemental que crecía hasta convertirse en interminables aullidos. Ese mismo viento incesante que atravesaba la masa de hielo se transformaba en un grito omnipresente. La masa ondeaba con las mareas que, siempre cambiantes, producían explosiones crepitantes que seguían una línea, y el hielo temblaba mientras una ola corría por debajo de la masa. Cuando un gigantesco témpano chocaba contra otro se producían crestas de presión, enormes pedazos de hielo salían disparados al aire como salvas de cañón. Las islas de hielo se desintegraban continuamente bajo el calor del sol, y gemían retorciéndose, rugiendo cada vez que una grieta las recorría a lo largo, mientras les caían por las caras, en cascada, unos ríos fangosos. Siempre que el mar abierto se abría paso entre ellas, recogía cristales de hielo y los lanzaba contra los frentes produciendo estruendos, crujidos, chasquidos. Y el hielo firme, el que se adhiere a las masas de tierra, rozaba a Georgia del Sur y las rocas externas, chillando cuando la masa de hielo subía hacia el norte, siempre hacia el norte, para sustituir la vanguardia derretida por las corrientes cálidas del trópico.

La masa pasó por encima de Georgia del Sur. No sé bien qué era más aterrador, si sentarse en el risco con el mar cubierto por la niebla y escuchar los rugidos y gemidos, o quedarse bajo cielos despejados y grises a ver crecer la masa, cientos y cientos de lenguas de hielo que lamían las olas grises. Los contrastes eran hipnotizadores, y llegué a esperarlos: un mediodía en el que el sol asomaba en el cielo bajo del nordeste como la luz de una antorcha, no cálido pero tranquilizadoramente presente, la masa era compacta hacia el oeste, pero al este había un mar abierto salpicado de crestas de olas, rociado de hielo quebradizo, con algunos témpanos que chocaban entre sí. Al día siguiente la masa estaba en todas partes, chata, resplandeciente, azotada por el viento, islas heladas en el cielo; después, unas horas más tarde, las capas de hielo flotante se separaban y creaban un canal que parecía una costura, por donde entraba el mar formando un lago en el hielo, mientras quizá una tormenta arrojaba nubes negras y niebla sobre la zona. Pues debajo de la masa estaba el caldero del mar del Scotia, empujando hacia arriba, contra el hielo, incalculables miles de millones de toneladas de agua.

 —Para mí es la belleza —dijo Christmas Muir—. Más de una vez yo estuve cercado por el hielo allí. Peggs en una ocasión caminó sobre la masa compacta, de ninguna parte a ninguna parte, para botar un barco. Ahí afuera el hombre olvida cosas. Hasta que el hielo avanza hacia ti o te estruja el barco hasta convertirlo en astillas. Y aparecen las asesinas, olfateando, con esos ojos de cerdo te miran como si fueras su cena.

Wild Drumrul preguntó qué asesinas, Christmas Muir se rió, complacido de habernos asustado, y habló de las ballenas asesinas de diez metros de largo, realmente delfines grandes, que atacan en grupos a cualquier cosa viva o muerta encima o debajo de la masa de hielo; eso era en el Círculo Antártico, dijo, y no tenía que preocuparnos a nosotros en Georgia del Sur.

Wild Drumrul dijo lo que yo pensaba, al preguntar qué se sentía estando allí, Christmas Muir empezó a bromear, y dejó que Peggs contestara en serio.

—Hace que un hombre tenga ganas de sentarse y rendirse. Simplemente rendirse.

  

John Calvin Batchelor, El nacimiento de la República Popular de la Antártida 

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