La Esfinge de Los Hielos

 

El 10 de marzo, con igual longitud, la observación dio 76° 13' de latitud. Puesto que la Paracuta había recorrido unas 600 millas desde su partida de Halbrane-Land en veinte días, había llevado una velocidad de 30 millas por día. Siguiera así durante tres semanas, y todas las posibilidades serían de que los pasos no estuvieran cerrados, o que el banco de hielo pudiera ser contorneado, y también de que los barcos de pesca no hubieran aún abandonado sus caladeros.

Actualmente el sol estaba casi al ras del horizonte, y se acercaba la época en que todo el dominio de la Antártida quedaría envuelto en las tinieblas de la noche polar. Felizmente, yendo hacia el norte ganaríamos los parajes donde la luz brillaba aún.

Fuimos testigos de un fenómeno tan extraordinario como aquellos de que el relato de Arthur Gordon Pym está lleno. Durante tres o cuatro días, de nuestros dedos, de nuestros cabellos, de los pelos de nuestras barbas, se escaparon chispas acompañadas de estridente ruido. Estos luminosos penachos eran producidos por el contacto de una tempestad de nieve eléctrica. La Paracuta estuvo varias veces a punto de irse a pique –con tanta furia se agitaba la mar-, pero conseguimos salir sanos y salvos.

El espacio no se iluminaba ya más que imperfectamente.

Frecuentes brumas reducían a algunos cables únicamente el campo de visión. Así es que fue preciso ejercer gran vigilancia para impedir choques contra los témpanos flotantes, cuya velocidad era inferior a la de la Paracuta. Igualmente se observaba que por la parte sur el cielo se iluminaba frecuentemente con anchas ráfagas de luz, debidas a la irradiación de las auroras polares.

Jules Verne, La Esfinge de los hielos

 

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