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Esforzarse, buscar, encontrar y no ceder

 


Poco antes de mediodía. A unas 12 millas al sur del campamento de una tonelada. Los hemos encontrado. Decir que ha sido un día espantoso sería quedarse corto. No existen palabras para expresar semejante horror. La tienda estaba allí, una media milla al oeste de nuestro camino, cerca de un mojón del año pasado que había quedado tapado. Se hallaba cubierta de nieve y era prácticamente igual que un mojón; sobre el conducto del ventilación había nieve amontonada, lo que nos ha permitido encontrar la puerta.

 

Por el lado del viento estaba tapada por casi un metro de nieve. Justo al lado asomaban dos pares de bastones de esquí, o la mitad de arriba, para ser más preciso, y una caña de bambú que ha resultado ser el mástil del trineo.

 

No intentaré contar lo que les sucedió. Llegaron aquí el 21 de marzo, y el 29 ya había terminado todo.

 

Tampoco intentaré describir lo que había dentro de la tienda. Scott estaba tendido en el centro, Bill a su izquierda, con la cabeza hacia la puerta, y Birdie a su derecha, tendido con los píes en la misma dirección.

 

Bill murió muy tranquilo, con las manos cruzadas sobre el pecho. Birdie también murió tranquilamente.

 

Oates tuvo una muerte francamente admirable. Mañana seguiremos buscando su cadáver. Le alegró saber que su regimiento se sentiría orgulloso de él. Llegaron al polo un mes después que Amundsen.

 

Lo hemos recogido todo: documentos, diarios, etcétera. Entre otras cosas tenían varios carretes de fotos, un cuaderno de meteorología con datos hasta el 13 de marzo y, dadas las circunstancias, un gran número de muestras geológicas. «Lo han conservado todo hasta el último momento.» Es algo magnífico que una persona en semejante situación sea capaz de seguir llevando todas las cosas por las que va a dar la vida. Creo que desde hacía mucho tiempo sabían que su fin estaba próximo. Junto a la cabeza de Scott había tabaco y una bolsa de té.

 

Atkinson nos ha reunido a todos y nos ha leído cómo murió Oates, tal como lo cuenta Scott en su diario. Scott indica expresamente que su deseo es que se sepa. Sus últimas palabras (las de Scott) fueron: «Dios mío, por lo que más quieras, cuida de nuestra gente.»

 

A continuación Atkinson ha leído el pasaje de la Epístola a los Corintios del oficio de difuntos. Probablemente nunca se haya leído esta epístola en catedral tan magnífica y en circunstancias tanimpresionantes, pues se trata de una tumba que hasta un rey envidiaría. Luego hemos rezado unas plegarias del oficio de difuntos y, con la tela del suelo debajo y la tienda encima, les hemos dado sepultura allí mismo, metidos en sus sacos de dormir. Está claro que su trabajo no ha sido en vano.

 

Aquella escena nunca se me borrará de la memoria. íbamos con los perros, y vimos que Wright se apartaba del camino él solo y que el grupo de muías viraba hacia la derecha delante de nosotros. Wright había visto algo parecido a un mojón y una cosa negra a su lado. La ligera sensación de asombro que teníamos se trocó paulatinamente en un sentimiento de auténtica inquietud. Nos aproximamos a ellos completamente desconcertados. Wright se nos acercó. «Es la tienda.» No sé cómo lo adivinó. No era más que un páramo de nieve: a nuestra derecha estaban los restos de uno de los mojones del año anterior, reducido a un simple montón; en medio de la nieve asomaba un metro de una solitaria caña de bambú y a continuación había otro montículo de nieve, quizás un poco más puntiagudo. No llegamos hasta él. Creo que no nos hacíamos cargo de la situación, pero alguien extendió enseguida la mano para quitar algo que sobresalía en la nieve. Era la ventanilla verde de ventilación de la tienda; entonces supimos que debajo estaba la puerta.

 

Dos de nosotros nos metimos por la entrada de la parte exterior de la tienda y avanzamos por entre las cañas sobre las que se extendía la cubierta interior. Entre las dos cubiertas había algo de nieve, aunque no mucha, pero debido a los ventisqueros no llegaba nada de luz adentro y no podíamos ver nada. No cabía otro remedio que quitar la nieve de fuera. Pronto vimos las siluetas. Había tres hombres.

Bowers y Wilson estaban como dormidos en sus sacos. Scott se apartó las solapas del suyo en el último momento. Tenía la mano izquierda extendida sobre Wilson, su amigo de toda la vida. Debajo de la parte superior de su saco, entre éste y la tela del suelo, se encontraba la carpeta verde en que llevaba su diario. Dentro estaban sus cuadernos marrones; sobre la tela del suelo había unas cartas.

 

Todo se encontraba en su sitio. La tienda estaba tan bien montada como siempre, con la puerta orientada hacia los sastrugi, la cubierta bien extendida sobre las cañas, y la tienda propiamente dicha tirante, limpia y ordenada. Dentro de la cubierta interior no se veía nada de nieve. Había unas jarras fuera de la olla, los típicos bártulos de una tienda, los efectos personales, y más cartas y documentos personales y científicos. Cerca de Scott había una lamparilla consistente en una lata y un pabilo hecho con unas botas de reno. Les sirvió para quemar el poco alcohol metílico que les quedaba. Creo que Scott la usó para poder seguir escribiendo hasta el último momento. Aunque en un momento dado pensé que no llegaría tan lejos como los demás, estoy seguro de que fue el último en morir. Hasta entonces no nos dimos cuenta de lo fuerte que era aquel hombre tanto mental como físicamente.

 

Ordenamos el equipo, los documentos, los papeles, los diarios, la ropa de repuesto, las cartas, los cronómetros, las botas, los calcetines y la bandera. Había incluso un libro que yo le había dejado a Bill para el viaje; no se había desprendido de él. Ignoro cómo, pero nos enteramos de que Amundsen había llegado al polo y de que ellos también; ninguna de las dos noticias parecía tener la menor importancia. Había una carta de Amundsen para el rey Haakon. También estaban las simpáticas notas que les habíamos dejado en el Beardmore. Para nosotros eran mucho más importantes que todas las cartas reales del mundo.

 

Quitamos la nieve de la caña de bambú que nos había permitido llegar hasta allí. Debajo se encontraba el trineo, que estaba oculto a metro y pico de profundidad; se la habían colocado a modo de mástil. En el trineo también había varias cosas sueltas: un pedazo de papel de la caja de galletas, el cuaderno de meteorología de Bowers y las muestras geológicas, que pesaban un total de nueve kilos y eran todas de una importancia capital. La nieve también había tapado los arreos, los esquís y los bastones.

 

Atkinson se pasó horas leyendo en nuestra tienda, o al menos así me lo pareció. La persona que encontrara el diario debía leerlo y luego volver con él a Inglaterra: tales eran las instrucciones que Scott había escrito en la tapa. Pero Atkinson dijo que sólo iba a leer lo necesario para enterarse de lo que había pasado, tras lo cual llevaría los cuadernos a Inglaterra sin abrirlos ni leerlos. Cuando se hubo hecho una idea de lo sucedido, nos reunimos todos y nos leyó el comunicado para el público y la descripción de la muerte de Oates, pues Scott había pedido expresamente que se supiera cómo había muerto.

 

No los movimos en ningún momento. Quitamos las cañas y quedaron tapados por la misma tienda. Encima de ellos levantamos un túmulo.

 

Ignoro cuánto tiempo estuvimos allí, pero cuando todo hubo acabado y hubimos leído el pasaje de la Epístola a los Corintios, ya era medianoche, aunque no sé de qué día. El sol estaba a punto de ponerse

por el polo y las sombras ya casi cubrían la Barrera. El cielo estaba en llamas, cuajado de nubes iridiscentes. El túmulo y la cruz se recortaban sobre una aureola de oro bruñido.

 

 

COPIA DE LA NOTA QUE SE DEJÓ

EN EL TÚMULO SOBRE LOS CADÁVERES

 

12 de noviembre de 1912.

 

79° 50' de latitud sur.

 

Esta cruz y este túmulo se levantan sobre los cadáveres del capitán de navío Scott, comandante de la Orden Real de Victoria; el doctor Wilson, licenciado en medicina y filosofía y letras por la Universidad de Cambridge, y el teniente H. R. Bowers, de la Real Infantería de Marina de la India. Se trata de un modesto monumento para conmemorar su valeroso intento de alcanzar el polo, lo que lograron el 17 de enero de 1912 después de que llegara la expedición noruega. Un tiempo inclemente y la falta de combustible fueron la causa de sus muertes.

 

Este monumento perpetúa también la memoria de sus dos valerosos compañeros: el capitán L. E. G. Oates, de los Dragones de Inniskilling, a quien le sobrevino la muerte cuando echó a andar en medio de

una ventisca para salvar a sus compañeros, a unas 18 millas al sur de donde se encontraban, y el marinero Edgar Evans, quien murió al pie del glaciar Beardmore.

Lo que el Señor nos da, el Señor nos los quita. Bendito sea el Señor.

 

EXPEDICIÓN DE SOCORRO

(Firmada por todos los miembros del grupo)

 

 (...)

 

El 20 de enero de 1913, embarcado todo el personal, el Terra Nova retomaba el mar. Antes de abandonar esta región, teatro de un espeluznante drama, el comandante Evans quiso rendir un último homenaje a los héroes del Polo. Avanzando hacia el fondo del estrecho de Mac Murdo, hizo erigir sobre una colina que domina la Gran Barrera, una cruz con esta inscripción tomada del Ulysse de Tennyson, a modo de resumen de la epopeya antártica inglesa:

 

 Esforzarse, buscar, encontrar y no ceder

 

 Apsley Cherry-Garrad, El peor viaje del mundo