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Narración del muy extraordinario y desdichado naufragio del ballenero Essex

 

 

El habla y el raciocinio se habían deteriorado considerablemente, y nos veíamos reducidos a ser, sin ninguna duda, los seres más desvalidos y desgraciados de la raza humana. Isaac Cole, uno de la tripulación, el día antes, en un arranque de desesperación, se dejó caer al fondo del bote, decidido a esperar en reposo la llegada de la muerte. Era evidente que no le quedaba ninguna posibilidad. Todo estaba oscuro, dijo, en su mente, ni un solo rayo de esperanza le quedaba que lo estimulase, y era una locura y un disparate seguir luchando contra lo que tan palpablemente parecía fijado como un destino ineluctable. Discutí con él tan eficazmente como me lo permitían el cuerpo y el juicio, y lo que le dije pareció tener por un momento un efecto notable: hizo un esfuerzo tremendo y repentino, medio se levantó, se arrastró a proa, izó el foque y gritó con fuerza que no se rendiría, que viviría tanto como el resto de nosotros. Pero ¡ay!, el esfuerzo fue sólo la fiebre frenética de un momento, y pronto recayó en el abatimiento y la desesperación. Aquel día su razón fue atacada, y hacia las nueve de la mañana el pobre era un lastimoso espectáculo de locura: hablaba de todo sin coherencia, pedía a gritos una servilleta y agua, y después se dejaba yacer otra vez estúpida e insensatamente en el fondo del bote, cerrando sus ojos hundidos en las órbitas, como si estuviese muerto. Hacia las diez de la mañana nos dimos cuenta, de repente, de que ya no podía hablar. Lo pusimos como pudimos sobre una tabla encima de una bancada, lo tapamos con ropas viejas y lo dejamos a su suerte. Estuvo tendido, según parecía con grandes dolores y angustias, hasta las cuatro de la tarde, hora en que murió entre las convulsiones más horrendas y espantosas que yo haya visto. Tuvimos su cadáver a bordo toda la noche, y por la mañana mis dos compañeros se disponían por inercia a hacer los preparativos para entregarlo al mar. Pero, tras pensar en ello toda la noche, ¡les hablé del penoso tema de conservar el cadáver como comida! Las provisiones no durarían más de otros tres días, tiempo en el cual no era nada probable que encontrásemos alivio a nuestros sufrimientos, y después el hambre nos empujaría a la necesidad de echar suertes. No hubo ninguna objeción, y pusimos manos a la obra lo antes posible para prepararlo de modo que no se echase a perder. Separamos del cuerpo las extremidades, cortamos la carne hasta los huesos, abrimos el tronco, sacamos el corazón, volvimos a cerrarlo, lo cosimos tan decentemente como pudimos y lo entregamos al mar. Empezamos a satisfacer las exigencias inmediatas de la naturaleza con el corazón, que devoramos con avidez, comimos con mesura un poco de carne, y colgamos el resto, cortado en tiras delgadas, aquí y allí en el bote, para secarlo al sol. Hicimos fuego y asamos una cierta cantidad para el día siguiente. Así dispusimos de nuestro compañero de sufrimientos, y ahora el recuerdo trae a mi mente algunas de las ideas más desagradables y repulsivas que es capaz de concebir. No sabíamos quién sería el próximo a quien le tocaría o morir o ser sacrificado y comido como el desdichado que acabábamos de despachar. La humanidad ha de estremecerse ante la horrible escena. No tengo palabras para describir la angustia de las almas ante aquel horrible dilema. A la mañana del día siguiente, 10 de febrero, vimos que la carne se estropeaba: se había vuelto de un color verdoso, y decidimos encender fuego y cocinarla de inmediato para evitar que se pudriese tanto que no pudiéramos comerla. Así lo hicimos, y nos duró otros seis o siete días, tiempo durante el cual conservamos intacto el pan: era difícil que se echase a perder y lo reservábamos cuidadosamente para los últimos momentos de nuestra prueba. Hacia las tres de aquella tarde sopló una fuerte brisa del nortenoroeste y progresamos muy bien si se tiene en cuenta que no podíamos gobernar el bote más que mediante el manejo de las velas. Aquel viento continuó hasta el trece, y de nuevo cambió a proa. Nos las arreglamos para mantener el alma unida al cuerpo comiendo ahorrativamente la carne, cortada a pedacitos y tomada con agua salada. El catorce, nuestros cuerpos se habían rehecho lo suficiente para que nos permitiéramos unos intentos de gobernar de nuevo con el timón. Haciendo turnos, lo conseguimos, y avanzamos tolerablemente bien. El quince, se había terminado la carne y tuvimos que recurrir al último bocado de pan, que consistía en dos galletas. Durante los últimos dos días las extremidades se nos habían hinchado muchísimo, y empezaban a dolernos terriblemente. Estábamos todavía, hasta donde podíamos juzgarlo, a trescientas millas de tierra, y sólo teníamos raciones para tres días. La esperanza de que continuase el viento, que cambió al oeste aquella mañana, era el único consuelo y alivio que nos quedaba. Tan fuertes acabaron siendo nuestros deseos al respecto que se instalaron en las venas una fiebre y un anhelo que nada más que la persistencia de aquel viento podía satisfacer. Todo llegaba a su extremo entre nosotros: toda nuestra esperanza se depositaba en la brisa y esperábamos, temblorosos y atemorizados, su continuación y el horrible desarrollo de nuestro destino. El dieciséis por la noche, presa de horrendas reflexiones sobre nuestra situación y jadeando de debilidad, me eché para dormir, y casi tanto me daba si volvería a ver la luz del día. No hacía mucho que dormía cuando soñé que veía un barco a cierta distancia y tensaba todos los nervios para llegar a él, pero no podía. Me desperté casi aturdido por la excitación que había tenido en sueños, y herido por las crueldades de una imaginación enferma y decepcionada. El diecisiete, por la tarde, se formó una densa nube a este-nordeste, y aquello, en mi opinión, indicaba la cercanía de una tierra, y supuse que sería la isla de Más Afuera. Concluí que no podía ser otra, y justo después de pensarlo la sangre volvió a fluir con ligereza en mis venas. Dije a mis compañeros que estaba del todo convencido de que era tierra y, de ser así, con toda probabilidad la alcanzaríamos en menos de dos días. Mis palabras parecieron reconfortarlos mucho y, gracias a repetidas garantías en cuanto a que las apariencias nos eran favorables, sus ánimos llegaron incluso a un grado de elasticidad realmente pasmoso. Los siniestros trazos de nuestra desgracia empezaron a diluirse y las caras, incluso en medio de los tristes presagios de nuestra dura suerte, a adquirir un aire mucho más fresco. Pusimos proa hacia la nube, y aquella noche el progreso fue extraordinariamente bueno. A la mañana siguiente, antes del amanecer, Thomas Nickerson, un chico de unos diecisiete años, uno de los dos compañeros que habían sobrevivido conmigo, después de achicar el bote se tumbó, se echó encima un trozo de lona y gritó que deseaba morir enseguida. Vi que se rendía, le hablé para reconfortarlo y animarlo, y traté de convencerlo de que era una gran debilidad e incluso una maldad abandonar la confianza en el Todopoderoso mientras nos quedasen la menor esperanza y un soplo de aliento. Pero no fue receptivo a ninguna de las consideraciones de consuelo que hice y, a pesar de las altísimas probabilidades de que, según yo decía, llegásemos a tierra antes de transcurrir otros dos días, persistió en continuar tumbado y abandonarse a la desesperación. Su cara adoptó un aire de resuelta e insuperable desolación. Calló largo rato, hosco y apenado, y me convencí de que el frío de la muerte penetraba aprisa en él. Había en su actitud una seriedad súbita e inexplicable que me alarmó, y me hizo temer que también de mí pudiera apoderarse de repente una debilidad o un mareo que me privasen de la razón y de la vida, pero la Providencia lo quiso de otro modo.

 

Owen Chase, Narración del muy extraordinario y desdichado naufragio del ballenero Essex; que fue atacado y finalmente destruido por un gran cachalote 

 

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