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Shackleton el indomable. El explorador que nunca llegó al Polo Sur


 

 

La estrella solitaria

 

La noche se fue adueñando de la bahía y el silencio del barco. En su camarote, Shackleton, todavía alegre por las muchas satisfacciones que le había dado el día, escribió unas líneas en su diario. Poco podía imaginar que serían las últimas de su vida: «En la creciente oscuridad del crepúsculo vi una estrella solitaria cernirse como una joya sobre la bahía». La naturaleza no podía haberse despedido mejor de un poeta, ni este poeta del mundo.

Eran las dos de la madrugada y acababan de despertar a Macklin para su turno de guardia. Pese a estar anclados en un lugar seguro, un barco siempre necesita saber que alguien está velando por si ocurre un imprevisto. Tenía dos horas por delante en las que debería patrullar arriba y abajo del Quest, pendiente de cualquier ruido fuera de lo normal. Era una noche fría pero llena de belleza; un manto de estrellas cubría el firmamento, aunque hacía frío caminaba por la cubierta arrullado por el suave rumor de las olas que acariciaban el barco. De repente, en el silencio, le pareció escuchar una especie de jadeo procedente del camarote de Shackleton.

Su estado de salud le preocupaba desde hacía tiempo, pero no era sencillo convencer al Jefe para que se dejase examinar. Algo le hizo pensar que aquello no era normal, se dirigió rápidamente hasta allí y abrió la puerta del camarote. El Jefe estaba incorporado en su litera. «Hola Mark, muchacho, ¿eres tú, verdad?», le saludó cordial. Parecía contento de verle. Después, con total normalidad le explicó que no podía dormir y, aprovechando que era uno de los médicos, le pidió que le diera algo para conciliar el sueño. Según le contó, tenía una especie de espasmo en la cara que no le dejaba descansar, incluso después de haber tomado unas aspirinas.

Su estado parecía completamente normal y lo único que llamó la atención del médico fue que con el frío que hacía solo estuviera con una manta. Cuando le señaló que debía taparse con algo más, Shackleton le replicó que debía tener otras mantas en los cajones pero, quitando importancia al tema, le dijo que no se preocupase, que podría soportar el frío. No obstante, Macklin se acercó a su camarote y volvió con otra manta. Le tapó con ella, arropándole para que estuviese más caliente y, para su sorpresa, el Jefe se dejó cuidar. Sin embargo, todo parecía normal, se mostraba locuaz y durante un buen rato estuvieron charlando animadamente. En aquel momento, aprovechando que se encontraba de un humor excelente, Macklin se atrevió a aconsejarle que, aunque solo fuera un poco, cambiase alguno de los hábitos que no beneficiaban en nada a su salud, o que por lo menos se tomase las cosas con más tranquilidad. Pero el resultado fue el de siempre. Shackleton le contestó con la misma negativa con que le había respondido en otras ocasiones: «Siempre estás con que me quite algo, ¿qué quieres que me quite ahora?». No había acritud en su contestación, solo el cansancio de tener que repetir algo que ya había dicho mil veces.

Estas fueron sus últimas palabras. Nada más pronunciarlas le dio un ataque al corazón de tal virulencia que hizo inútiles todas las atenciones del médico. Durante un tiempo que Macklin nunca sabría precisar, no se atrevió a alejarse de su lado, hasta que le pareció que el ataque había remitido y se precipitó al camarote del otro médico para avisarle: «Despierta, ven enseguida, el Jefe se está muriendo». Corrieron por el pasillo. Pero no se pudo hacer nada. Shackleton, el estudiante díscolo, el aprendiz tenaz, el poeta soñador, el marino intrépido, el explorador optimista, el líder prudente, el sempiterno amante, el empresario fracasado, el héroe del Imperio… el Jefe, murió unos minutos después en sus manos. Entre los suyos.

Es como si un cúmulo de pequeños acontecimientos hubieran conspirado para que la muerte le llegase en aquel lugar donde había dejado su corazón años atrás, en aquella isla que había sido testigo de la culminación de su viaje legendario, donde había sentido el mayor homenaje de toda su vida y donde había vivido la hermandad de los hombres del mar: en Georgia del Sur, la puerta de otro mundo, el de los hielos, el que había sido auténticamente suyo, y rodeado por las personas con las que había compartido vivencias y peligros, miedos y triunfos. Todo es posible o somos capaces de hacerlo posible, como lo supo hacer nuestro tenaz y optimista irlandés.

 

Javier Gómez Cacho, Shackleton el indomable. El explorador que nunca llegó al Polo Sur

Libro

 

 Una sencilla lápida con una lacónica inscripción señalan el lugar donde está enterrado Sir Ernest Shackleton en el cementerio de Grytviken en Georgia del Sur.