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La noche de los tiempos

 

 

Y lo que había temido Coban se había producido: el choque había sido tan violento que había repercutido sobre toda la masa de la Tierra. Ésta había perdido el equilibrio de su rotación y se enloqueció como un trompo derribado, antes de volver a encontrar un nuevo equilibrio sobre bases distintas. Sus cambios de giro habían rajado la corteza, provocado en todas partes sismos y erupciones, proyectado fuera de sus fosas oceánicas las aguas inertes cuya masa fantástica había sumergido y devastado las tierras. Había que ver, sin duda, en este acontecimiento el origen del mito del diluvio que se encuentra hoy en día, en las tradiciones de los pueblos en todas partes del mundo. Las aguas se habían retirado, pero no en todos lados. Gondawa se encontraba colocada, por el nuevo equilibrio de la Tierra, alrededor del nuevo Polo Sur. El hielo había embargado e inmovilizado a las aguas del ras de marea que barrían el continente. Y, sobre esa explanada, los años, los siglos, los milenios habían acumulado fantásticos espesores de nieve trasformados a su vez en hielo por su propio peso.

Eso, Coban lo había previsto. Su refugio debía abrirse cuando las circunstancias hubieran hecho que la vida en la superficie, fuera nuevamente posible. El motor del frío debía detenerse, la máscara debía devolver la respiración y el calor a los dos yacentes, la perforadora abrirles un camino hacia el aire y el sol. Pero las circunstancias nunca se habían vuelto favorables. El Refugio se quedó como una semilla perdida en el fondo del frío, y no hubiera germinado nunca sino por obra de la casualidad y la curiosidad de los exploradores.

                                               

René Barjavel, La noche de los tiempos

                                               

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