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El terror del Polo Sur

 


 

Volaban muy alto, buscando constantemente el buque Tío Penguino.

No lo hacían al ojo desnudo ni siquiera con anteojos, sino con un gran aparato fotográfico especial que penetraba la más densa niebla.

Había señalado la presencia del Tío Penguino al Sur de Buenos Aires, pero los informes de ese género son a menudo muy vagos.

Emplearon dieciséis horas buscando al buque con mayor ahínco de lo que buscaron nada en su vida. Hicieron centenares de las maravillosas fotografías y las estudiaron detenidamente.

Alcanzaron la barrera de hielo en el linde del continente antártico.

En el interior del camarote herméticamente cerrado y adecuadamente ventilado del dirigible, no notaron mucho cambio en la temperatura pero ésta debía ser enorme.

La barrera de hielo que formaba la orilla de las desiertas tierras del Polo Sur era inmensa, centelleante y frígida.

Vieron al buque Tío Penguino por primera vez en el mapa fotografiado de la barrera, dieron media vuelta al dirigible y usaron los anteojos.

—¡Ahí lo tenemos! —declaró finalmente Monk.

(...)

DURANTE una estación cálida y pasada, un campo de hielo consistente en algunos centenares de acres de icebergs se separó de la orilla helada del continente del Polo Sur y la fuerza de las mareas lo mantuvo alejado.

Esta entrada en el hielo presentaba la forma de una herradura de caballo de gran superficie. El agua estaba limpia de hielo, pues el verano del Polo Sur empezaba a la sazón.

El Tío Penguino estaba anclado en la bahía. El dirigible bajó hacia el buque y unos controles automáticos cuidaron de los elevadores y gobernalles, siendo únicamente necesario colocar una palanca indicadora a la altura deseada de una escala dentada para que el dirigible flotara a la misma.

Doc y sus ayudantes miraron por las ventanillas del camarote con sus anteojos. Las ventanillas tenían dos gruesos de cristal irrompible y el espacio entre ambos estaba aislado, como sucede con las paredes de una botella termos. Hacía calor en el interior del camarote.

Nada se movía en la cubierta del Tío Penguino ni en el suelo helado que lo rodeaba.

No subía humo por las chimeneas del buque.

—Se parece a un ataúd puntiagudo en ambos extremos —dijo Monk, refiriéndose al barco.

—Tienes un carácter tan alegre —le dijo Ham—, que alguien haría bien haciéndote saltar la tapa de los sesos.

Doc Savage desenchufó el piloto automático y asumió el mando. Hizo bajar el dirigible a unas cien yardas sobre el buque y lo paró. Miró con ayuda de sus poderosos anteojos.

El aspecto muerto y desolado del buque persistió.

—¡Maldición! —rezongó Monk—. ¿Dónde habrán ido todos?

Trasladaron su atención a la playa. No se veía allí más que hielo y nieve.

  

Kenneth Robeson, Doc Savage: El terror del Polo Sur

 

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