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El demonio de la Antártida

 

Tomamos uno de los trineos de hélice, justificando el viaje como de exploración geológica de unas formaciones que dijimos haber descubierto hacia el sur. De todas formas llevábamos muchos días de trabajo y los reglamentos se habían relajado un tanto.

Nos deslizamos a tremenda velocidad sobre la helada llanura. Oscuras nubes comenzaban a cubrir el cielo, y el sol antártico estaba ya bajo, cercano al horizonte, preludiando la larga noche polar que caería un mes después. Bernstein se negó a anticiparme nada. Tan sólo sonreía, y consultaba en ocasiones el compás giroscópico (en aquellas regiones la brújula magnética es inoperante) y un tosco mapa hecho por él mismo.

Contorneamos a mucha distancia el Pico Nansen, para internarnos luego en territorios no explorados por nuestra expedición, y posiblemente tampoco por alguna otra. Dormimos una noche, noche desde luego con inmutable luz solar, en el cálido interior del vehículo. Al segundo día alcanzamos nuestro objetivo.

Allí, algo separado del resto de la cordillera, se alzaba una montaña de geometría extrañamente regular. Un coloso cubierto de hielo, que al instante me inspiró un incomprensible aborrecimiento. Creí ver una leve corona luminosa en torno a su cima, como si la electricidad estática anidara allí, quizá presta a descargarse contra quien se atreviera a hollar el monte.

Bernstein había detenido el motor del trineo y cuando salimos de él un fabuloso silencio nos acogió. Me pareció hallarme a miles de kilómetros de toda presencia humana, en un mundo hostil tal como debió ser en los primeros días de la creación, cuando la vida aún no existía.

¿O cuando existía una vida diferente?

                               

Carlos Saiz Cidoncha, El demonio de la Antártida

                                

Cuento