Shackleton el indomable. El explorador que nunca llegó al Polo Sur

 


 

¡Escorbuto!

 

A mediados de diciembre dejaron un nuevo depósito para el regreso. Con los trineos ahora más ligeros, y pese a que el número de perros había seguido disminuyendo, pudieron dejar de hacer tandas, con lo que el trayecto que recorrieron durante los días siguientes se multiplicó por tres, mejorando en una proporción similar su estado de ánimo.

Sin embargo, la alegría duró poco. Wilson detectó en sus dos compañeros los primeros signos del escorbuto y se lo comentó a Scott. Como los síntomas no eran alarmantes, este decidió continuar. Durante unos días el tiempo les dio un respiro y se encontraron rodeados por un panorama de ensueño. Mientras hacia el Este se extendía la superficie sin límites de la Barrera, hacia el Oeste se divisaba una cadena tras otra de montañas.

El día de Navidad tuvieron ración extra de comida y durante la cena Shackleton añadió al cacao tres pequeños trozos de pastel: «Pesaban solo 170 gramos y previamente los había ablandado entre mis calcetines (los limpios) dentro del saco de dormir… su aparición constituyó una magnífica sorpresa para todos[», escribiría orgulloso en su diario.

Todavía continuarían en dirección Sur unos pocos días. El espectáculo que les rodeaba era tan impresionante que, como embriagados, no podían dejar de seguir avanzando. Montañas de 3000 metros y algunos picos que calculan en casi 4000 metros se exhibían por primera vez a la vista de los hombres. Shackleton escribiría: «Es una emoción única la de ver montañas que nunca antes han sido vistas por el ojo humano».

El último día del año alcanzaron los 82o 16’ S. Se encontraban unos 500 kilómetros más al sur que cualquier otro explorador, y Scott decidió que había llegado el momento de volver a la base. Pero antes de iniciar el regreso, dejando a Shackleton en el campamento para que los perros no se comiesen las provisiones, él y Wilson todavía continuaron esquiando un par de kilómetros. Algunos biógrafos han querido ver en esa acción un intento mezquino de Scott, fruto de su antagonismo con el irlandés, por avanzar un poco más hacia el Polo que él. No parece un argumento muy sólido ya que, precisamente en aquel lugar, Scott —el único que como responsable de la expedición tenía la potestad de poner nombres a los accidentes geográficos— puso el nombre de Shackleton a uno de aquellos lugares como reconocimiento a su trabajo, al igual que dio a dos picos de considerable altura los nombres del principal patrocinador de la expedición, Longstaff, y de su mentor, Markham.

 

Morirá esta noche

 

Comenzaron el nuevo año empujando el trineo en dirección Norte, hacia su base. Ya solo les quedaban once famélicos perros tan agotados que hasta comer parecía suponerles un esfuerzo ímprobo. Tampoco el aspecto de ellos tres era mucho mejor, llevaban dos meses con la misma ropa, tenían la cara abrasada por el sol y ajada por el viento gélido y sus labios habían sufrido, más que ninguna otra parte de su rostro, el rigor de los elementos. Por fortuna, el fuerte viento del Sur, que hasta entonces habían tenido de frente, ahora soplaba a su favor permitiéndoles levantar una vela en el trineo que aumentaba su velocidad.

A estas alturas los perros se limitaban a seguir con dificultad al grupo, y uno a uno fueron muriendo o les fueron eliminando. En consecuencia, eran ellos mismos quienes tiraban del trineo y ese esfuerzo les fue agotando cada día un poco más. Por fin, a mediados de enero y al límite de sus fuerzas, llegaron al depósito de provisiones que habían instalado semanas atrás y la comida les hizo olvidar sus preocupaciones, pero no por mucho tiempo. Pronto Wilson advirtió que también él presentaba signos de escorbuto y Shackleton, en un fuerte ataque de tos, comenzó a escupir sangre.

Desde hacía tiempo, y aunque se esforzaba al máximo, se notaba que le costaba seguir el ritmo de sus compañeros y no podía evitar resoplar aparatosamente, sin contar con que cada vez tosía más durante las noches.

Los días siguientes sus compañeros, preocupados, no le dejarían tirar del trineo ni ayudarles con las tareas más pesadas del campamento. Pese a su gravedad, él se resistía a ese trato preferente e insistía en ayudar. Scott llegaría a ejercer toda su autoridad para prohibírselo y escribiría admirado en su diario: «Tiene un temperamento tan bravo que es imposible tenerle sin hacer nada como nosotros quisiéramos».

A pesar de los cuidados, Shackleton seguía tosiendo y, lejos de respirar con normalidad, jadeaba de forma alarmante. Si seguía caminando era gracias a su tremenda fuerza de voluntad. Pero un día hasta esta se agotó y, de repente, se desplomó con un fuerte dolor en el pecho. De inmediato montaron la tienda y le acomodaron en su interior. La situación era angustiosa, se encontraban a unos 200 kilómetros del siguiente depósito de provisiones y sabían que si tenían que llevar a Shackleton en el trineo tirando ellos dos, no tendrían fuerzas suficientes para arrastrarlo.

Por fortuna, al día siguiente se encontraba lo suficientemente recuperado como para volver a caminar y un fuerte viento del Sur les permitió volver a poner la vela en el trineo y avanzar con rapidez. Fueron días terribles para todos. Scott y Wilson eran conscientes de la gravedad de su situación y forzaron el avance al límite de sus fuerzas, mientras Shackleton rumiaba su desdicha. En un mundo de hombres, donde la salud era sinónimo de hombría, él se sentía no solo un estorbo, sino también un fracaso: «Me gustaría hacer algo más de lo que hago», clamaba en el diario su orgullo herido.

Después de diez días ya no pudieron frenarlo más y volvió a tirar del trineo, pero de nuevo se agotó hasta un límite peligroso y otra vez sus compañeros le tuvieron que obligar a que se limitara a seguir a su lado. Así continuó la penosa marcha hasta que, por fin, alcanzaron el siguiente depósito de provisiones. Ahora tenían comida en abundancia y, después de tantas penurias, Scott y Wilson dieron buena cuenta de ella. Shackleton estaba tan extenuado que casi no tuvo fuerzas ni para comer, lo que le salvó de la indigestión que cogieron sus compañeros.

Estaban a tan solo 100 kilómetros del barco y tenían suficiente comida, pero el irlandés había empeorado tanto que su estado era realmente crítico. De hecho, años después Shackleton comentaría que había llegado a escuchar a Wilson decirle a Scott que no creía que pasase de aquella noche, lo que fue tan revulsivo para él que decidió sacar fuerzas de donde no tenía y no dejarse morir. Nunca sabremos si esa historia fue cierta, pues nuestro irlandés era muy dado a esas patrañas, pero la realidad es que al día siguiente, 30 de enero de 1903, contra todo pronóstico se despertó y, aunque estaba exhausto y pálido como un muerto, sin decir una palabra se puso en marcha con una decisión que sorprendió a sus compañeros.

Cuatro días después unos puntos negros, que al principio confundieron con pingüinos y que después resultarían ser sus compañeros Skelton y Bernacchi, salieron a su encuentro. Unas horas más tarde llegaron al barco, que les esperaba engalanado y con la tripulación en cubierta y subida a las jarcias ovacionándoles. Así terminaba el viaje más largo que se había realizado hasta aquel momento en el continente antártico: noventa y tres días en los que habían recorrido 1500 kilómetros.

 

Javier Gómez Cacho, Shackleton el indomable. El explorador que nunca llegó al Polo Sur

Libro

 


 

Expedición Discovery 1902, Los tres integrantes del grupo que avanzaría en dirección al Polo Sur. De izquierda a derecha, Shackleton, Scott y Wilson.

 

 

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