La lucha por el polo sur: el capitán Scott, 90 grados de latitud

 

 

Con horror se dan cuenta de que Evans, el más fuerte de todos ellos, se conduce extrañamente: se regaza por el camino, se queja sin cesar de sufrimientos reales o imaginarios, tiembla, sostiene monólogos absurdos. Debido a las espantosas penalidades, se ha vuelto loco. ¿Qué deben hacer con él? ¿Abandonarlo en aquel desierto de hielo? A toda costa deben llegar al depósito más próximo, si no… Scott no se atreve a escribir la palabra… A la una de la madrugada del 17 de febrero muere el desdichado oficial, a una jornada escasa del campamento de «El Matadero», donde por vez primera les espera comida más nutritiva, suministrada por la carne de los animales que unos meses antes se vieron obligados a sacrificar allí. Ya son sólo cuatro los que emprenden la marcha, pero, ¡ oh fatalidad!, el depósito que han encontrado les depara una nueva y amarga decepción. Hay poco petróleo, lo que significa que tienen que limitar el combustible a lo más imprescindible, tienen que ahorrar calor, la única defensa de que disponen contra aquel tremendo frío. ¡Oh, qué noche polar tan terrible, helada y tormentosa y qué despertar más doloroso! Apenas tienen fuerzas para calzarse. Pero deciden continuar la marcha. Uno de ellos, Oates, ha de avanzar arrastrándose. Se le han helado los pies. El viento arrecia más que nunca, y al llegar al segundo depósito, el 2 de marzo, se repite otra vez la decepción cruel: el combustible es también insuficiente. Sus palabras son angustiosas y no pueden disimular la congoja interior que los invade. Se comprende el esfuerzo de Scott para dominar sus temores. Pero a cada momento se adivina el desgarrado grito de la desesperación detrás de las palabras contenidas: «¡Esto no puede continuar!» O bien: «¡Dios mío, no nos abandones; nuestras fuerzas no resisten estas dificultades!» O: «Nuestro drama va convirtiéndose en tragedia.» Y, por último, la espantosa sentencia: «¡Que Dios nos proteja! Nada podemos esperar de los hombres.» Pero continúan la marcha, sin esperanza, abatidos. Oates apenas puede seguir; representa una carga más para sus compañeros. Tienen que retrasarse por su causa, a una temperatura de 420 bajo cero al mediodía. El desgraciado reconoce que en su estado resulta un estorbo para sus camaradas. Todos están dispuestos para el fin. Piden a Wilson, el naturalista, las diez tabletas de morfina de que van provistos para acelerar la muerte en caso de absoluta necesidad. Pero hacen una jornada más, cargados con el enfermo. Este mismo les pide que le dejen en su saco de dormir, abandonado a su suerte. Enérgicamente rechazan semejante proposición, aunque estén convencidos de que sería para ellos un alivio. El enfermo puede andar todavía unos pocos kilómetros sobre sus helados y vacilantes pies, y de esta manera pueden llegar al campamento más próximo, donde duermen. Al despertar a la mañana siguiente y salir al exterior, el huracán ha arreciado. De repente, Oates se levanta: «Voy a salir afuera —dice a sus amigos—. Tardaré un poco.» Sus compañeros se estremecen. Todos saben lo que significa aquella salida. Pero ninguno de ellos se atreve a detenerle, ninguno le tiende la mano como última despedida. Todos saben que el capitán de caballería Lawrence J. E. Oates, de los dragones de Inniskilling, va como un héroe al encuentro de la muerte. Tres hombres de la expedición se arrastran sin fuerzas por aquel infinito desierto de hielo. Exhaustos, sin esperanza, sólo el instinto de conservación los impulsa a continuar la marcha. El tiempo es cada vez más despiadado. Cada depósito supone para ellos una nueva decepción. Continúa la escasez de petróleo y la consiguiente falta de calor. El 21 de marzo se hallan a una distancia de veinte kilómetros de uno de los depósitos, pero el viento sopla con tal furia que no pueden salir de la tienda. Cada noche esperan que a la mañana siguiente podrán alcanzar la meta, y, entre tanto, van consumiéndose las provisiones, y con ellas desaparece la postrera esperanza. Ya no les queda combustible y el termómetro marca 40° bajo cero. Han de morir de hambre o de frío. Durante tres días, aquellos hombres cobijados en la tienda luchan contra la fatalidad en el seno de aquel gélido e inhóspito mundo. El 29 de marzo saben ya que ni un milagro puede salvarlos. Entonces deciden no dar un paso más y aceptar la muerte dignamente, con la entereza con que soportaron todas las demás penalidades. Se meten en sus sacos de dormir, y de sus últimos sufrimientos no ha trascendido el menor detalle.

 

Stefan Zweig, La lucha por el polo sur: el capitán Scott, 90 grados de latitud1

  

Libro


1  Zwieg, Stefan. Momentos estelares de la Historia. Catorce miniaturas históricas. Capítulo XVII: La lucha por el polo sur: el capitán Scott, 90 grados de latitud.

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