Solo

 

 

En las ocasiones en las que la temperatura estaba a menos cincuenta o sesenta grados, un viento llegaba susurrando con el frío, con un aliento tan afilado que separaba la piel de la cara. Giraba, me torcía y retorcía como podía, pero era imposible eludir su abrazo paralizador. A lo mejor los dedos de mis pies se enfriaban primero y luego morían. Mientras bailaba arriba y abajo para doblarlos y recuperar la circulación se me congelaba la nariz y, para cuando me había ocupado de eso, se me había congelado la mano. Las muñecas, la garganta donde rozaba el casco, la nuca y los tobillos latían mientras fuego y hielo se alternaban para ocuparlos. Congelarse hasta morir debía ser algo extraño. A veces te sientes muy bien. El entumecimiento da paso a una profunda ausencia de sensaciones. Eres tan ajeno al dolor como un hombre bajo los efectos del opio. Pero otras veces, en el frío envolvente, tu angustia es igual que la angustia de un hombre que se ahoga lentamente en sustancias químicas.

 

Richard Evelyn Bird Jr., Solo

 

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