BAHÍA DE LA ISLA NENY, MARZO 8 : La prisa de ir a tierra nos congregó a hora temprana; la curiosidad, la inquietud de conocer, hacían cosquilla en el ánimo.
Bajamos en la primera embarcación, y por entre tempanillos y carámbanos fuimos a tocar en las playas de la Isla Stonington. Ante nuestra vista, con las casas inglesas en segundo plano y el decorado soberbio de
serranías y ventisqueros, veíamos docenas de perros lapones encadenados, a prudente distancia unos de otros, que saltaban ladrando en dinámico concierto. A no más de dos cuadras, por campos de hielo,
salpicados de pedruscos, estaban los edificios de la Base del Este, donde Byrd realizó una de sus campañas australes, teatro de dramática aventura. Componíase el conjunto de cinco casas de madera
instaladas en vecindad, capaces, por su estructura y firmeza, de resistir los vientos inclementes que en toda época soplan: una, mayor, servía de dormitorio, con departamento de botica; en otra se hallaba el
comedor, con anexos de despensa y cocina; en una tercera, la biblioteca y sala de esparcimientos, dotada de máquina cinematográfica con proyector; en sala próxima estaban las instalaciones de radio, que
debieron ser poderosas. Había un pabellón para máquinas, cerrajería y repuestos. A escasa distancia, el hangar donde todavía se guardan los tractores ya herrumbrosos y un aeroplano anticuado.
En esas instalaciones, cómodas y hasta agradables, en que nada faltaba y donde la camaradería y el común ánimo de trabajo y sacrificio creara, sin duda,
calor de hogar, permanecieron los hombres de Byrd desde 1940 hasta fines del verano antártico de 1941, unidos con su patria por frecuentes comunicaciones de radiotelefonía. Todo un invierno de ruda actividad
había transcurrido bajo el comando de Black, y los veintiséis hombres que allí se encontraban esperaban el retorno del almirante cuando una súbita formación de pack-ice los aisló,
amenazándolos con la tortura de un segundo invierno para el cual los ánimos no se hallaban preparados. El buque auxiliador que iba a rescatarlos halló un sitio de aterrizaje en la Isla Mikkelsen, a ochenta
y cinco millas de distancia. En la Base del Este, entretanto, los hombres veían acortarse los días y crecer las zozobras, bajo el golpe de los blizzard; hora a hora, minuto a minuto, el operador radiotelefónico
transmitía al barco el clamor de aquel grupo humano sobre el cual gravitaba el fantasma de la noche polar. Despejaron una pista de despliegue con el ansia con que se alistan las lanchas de salvamento, y puesto el oído
en los receptores aguardaban el llamado. Este llegó por fin y la voz de prepararse puso frenesí en los ánimos. Cada hombre se proveyó de lo esencial, abandonando libros, vestidos, objetos, recuerdos:
en la prisa hubo quienes olvidaron hasta las cartas de sus madres, dejando en la pared de su litera el retrato de la novia, de la compañera o del hermano. Un biplano, en dos grupos y en dos viajes, los llevó
sanos y salvos, salvándose también siete cachorros de trineos y un ave de especie rara que el biólogo de la Institución Smithsoniana, Mr. Herwill Bryan, había capturado para el Zoológico de Washington, según el relato inserto en "The Washington Evening Star".
Cabe imaginar la angustia de pánico de esos hombres que sentían, no ya la fascinación de las soledades infinitas que anima a los exploradores, sino el terror
humano de la noche polar, antídoto de ese vértigo que es el abrazo de la Virgen de los Hielos, de que nos habla Andersen.
Partieron y, con excepción del tiempo en que la ocuparon los ingleses, la base ha permanecido hasta hoy abandonada. Junto a una pizarra, escrito sobre la pared, quedó
un comunicado de B. Black, con fecha 22 de marzo de 1941; otro expedicionario, que no dejó su firma, puso este mensaje cordial: "¡Bien venido, visitante! Aproveche de lo que aquí encuentre, pero, por
favor, envíeme mi baúl y valija a la dirección que se indica". No sé si alguien cumplió lo pedido, pero la invitación encontró, sin duda quienes la aceptaran...
Dentro de lo pintoresco de esta aventura que, se detuvo al borde del drama, el comandante Cordovez registra en su obra sobre la Antártida una anotación que nosotros
no ubicamos en nuestras visitas: "Esperamos que cuando caigan las sombras de la noche, aquí sólo se ha de escuchar el tictac de los relojes" . El del dormitorio continúa marcando las dos veinte.
El señor Cordovez, con mayor fortuna que nosotros, vio en la litera de uno de esos hombres valerosos, pioneros de la cultura y de la geografía, dos pequeñas banderas cruzadas en sus astas: ¡una de
ellas era la de Chile!
Con emoción contenida penetramos a esos recintos, que debieran constituir un museo antartico. La casa-dormitorio, vasta y cómoda, hallábase en el mayor desorden:
las literas desnudas, ropas caídas por el suelo en tremendo hacinamiento; botas, zapatos, vestiduras. En la gran mesa central, libros, instrumentos, objetos, cajas abiertas de tabaco, libretas, páginas escritas
del último trabajo ... En las paredes había fotografías, láminas, dibujos; la nota familiar e íntima que nos aisla del tiempo y sólo en nosotros y para nosotros existe . . .
En el pabellón-comedor el desorden era menos grande, si bien doquiera se advertía la huella de premura. La máquina proyectora estaba allí, privada de
su lente principal, y cerca un tambor de la última película exhibida. El gabinete de las instalaciones de radio, aparentemente dañado por la acción del tiempo, se encontraba privado de piezas vitales
a juicio de nuestros técnicos.
Cerca hay una laguna interior y un ventisquero con grietas enormes; la nieve es fofa, el suelo aparece surcado de quebraduras apenas cubiertas. Desde los enrocados, que surgen a
pequeña altura, disfrutamos anchamente del paisaje, bajo cielo de alto techo de nubes, sin viento, aguijoneados por leve brisa que ante es acicate y alegre ímpetu que estorbo.
Volvemos en la tarde. El motor de la lancha se detiene en mitad del trayecto; y, aun cuando lleva exceso de gente, tan sereno está el mar que nadie experimenta la menor inquietud.
Vamos surcando una sabana de cristales de hielo.
Los edificios de la Base del Este, centro de la curiosidad general, se llenan de nuevo de gente que quiere ver y palpar. Recorro las salas de este museo viviente, que la próxima
expedición norteamericana desmantelará tal vez, para tornarlo todo a su objetivo anterior, y presencio escenas y dichos pintorescos, peculiares a la naturaleza íntima de nuestro pueblo, que hacen aflorar
la sonrisa a los labios. No eran pocos los que ansiaban llevar un "recuerdito", pero el teniente Maydl anunció secamente que nadie podría tomar ni una brizna de paja. A continuación de lo cual,
establecido que fué un severo control, el comodoro Guezalaga dispuso que varios hombres procedieran a limpiar los pabellones y a poner orden en todo. Cuando nos retiramos, aquello no parecía conocible: habíamos encontrado un estable cimiento saqueado, o, al menos, en completo abandono y destrucción, y lo dejábamos en orden
que hacía honor a las tradiciones disciplinarias de la Marina de Chile.
Lenta y leve, deslizándose en sueño de nieve, fué avanzando la noche sobre el paisaje. En la bahía tranquila surgían icebergs azules; los picachos
se doraban sutilmente, como si hubiesen aprisionado los escasos rayos de sol que hubo en el día; los peñones cobrizos se ahitaban de sombra y la lejanía, cubierta de cendal de bruma, se ponía en
tono de Corot. Íbamos silenciosos en la lancha, como si las almas quisieran ponerse a diapasón con el paisaje; ningún otro ruido, aparte del motor y de la quilla en los cristales, turbaba la serenidad
inquietante. HacIa el Sur, el Polo Austral, cuya orilla más lejana tocábamos, el Polo con todo su potente caudal de sugestiones, traducido en lenguaje que puede ser entendido por la gente chilena que es de montaña
y mar bravios, gente (valga la figura) cuyos pies tocan por natural disposición en el Océano que baña nuestro inmenso litoral y cuya frente alguna vez se eleva a las alturas. Litoral inmenso, decimos,
cuyo natural emplazamiento geográfico va desde el Morro de Arica, que por mandato de Vicuña Mackenna no soltaremos nunca, hasta nuestro cuadrante polar, que la voluntad de un pueblo maduro en experiencias nos
ordena defender a la luz de títulos inobjetables. (El ser o no ser de Hamlet es para nosotros ser, voluntad de ser, imperiosa necesidad de ser. La historia se teje en la sombra, dicen, sin que aparentemente podamos
controlarla, pero antes se hace carne y substancia en espíritus humildes, en gente del común, en pueblo vivo. Y es ahí donde realmente se forja.)
Paseo por los puentes solitarios, me apoyo en las amuras, en ansia de comulgar con el alma oculta de esta Antártida vestida de nieves que batirán los soles de otras
edades y habitarán en plenitud hombres de tiempos todavía imprecisos. Con el paisaje me fundo en armonía, pero el alma está más allá del paisaje, más allá de nuestra
voluntad de saber y captar. El alma sólo el alma de la tierra, el alma de los mares, el alma de los tiempos, sólo puede llegar a nosotros en el país del sueño, sólo puede traernos su mensaje
indescifrable cuando nuesntra propia alma logra atravesar las espesas murallas materiales en esos raros momentos de sinceridad en que el espíritu se desnuda. Romper cadenas, avisorar desde los puentes de nuestra nave
interior, ir más allá, siempre más allá. ¿Pero cómo y hasta dónde, Señor?
Eugenio Orrego Vicuña, Terra Australis
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