—¿Tiene cita el señor?— me preguntó.
—Naturalmente.
Miró una lista que tenía en la mano.
—¿Su nombre, señor?… Sí, desde luego, míster Peerles Jones… A las diez y treinta.
Perfectamente. Hemos de tomar precauciones, míster Jones, los periodistas no nos dejan en paz. Ya sabrá usted que el profesor no quiere trato alguno con la prensa.
Por aquí, señor. El profesor Challenger está preparado para las visitas.
Instantes después me vi en su presencia. Mi amigo, Ted Malone, ha descrito al hombre en su historia de El mundo perdido mucho mejor de lo que yo sabría hacerlo, de modo, pues, que a ella me remito. Todo lo que percibí fue un enorme busto detrás de una mesa de caoba,
con unas grandes barbas negras de forma de azada y dos grandes ojos grises medio cubiertos por unos párpados insolentes, entornados. Su cabezota estaba algo echada hacia atrás, sus barbazas erizadas hacia
adelante y todo su aspecto en conjunto producía una impresión de arrogante intransigencia. Era como un cartel que dijese: «¿Qué diablos quiere usted?»
Dejé mi tarjeta encima de la mesa.
—¡Ah, sí! —exclamó, recogiendo la tarjeta y manipulándola como si le desagradase el olor de la misma—. De modo que usted es Míster
Jones…, Míster Peerles Jones. Agradezca a su padrino la ocurrencia, pues ese divertido nombre de pila llamó mi atención hacia usted.
—Profesor Challenger, he venido a tratar de negocios y no a discutir acerca de mi nombre de pila—le dije con toda la dignidad de que fui capaz.
—Vaya, vaya, míster Jones, parece que es usted persona muy susceptible. Hay que andarse con cautela al tratar con usted, míster Jones. Por favor, siéntese
y cálmese. He leído un folleto acerca de la posibilidad de cultivar la península del Sinaí. ¿Lo escribió usted?
—¡Naturalmente, puesto que yo lo firmo!
—Muy bien, muy bien, aunque no siempre ocurra eso, ¿verdad? Pero acepto sin más su afirmación. No carece de ciertos méritos su obra. Bajo la pesadez
del estilo, brillan aquí y allá algunas ideas. Sí, no faltan gérmenes de ideas de cuando en cuando. ¿Es usted casado?
—No, señor.
—En tal caso, ya existe cierta posibilidad de que guarde usted un secreto.
—Si yo prometiese guardarlo, lo guardaría sin ningún género de dudas.
—Eso dice usted. Malone, mi joven amigo —hablaba de Ted como si este fuese un chico de diez años—, tiene buen concepto de usted. Asegura que puedo confiar
en usted. Pero aquí se trata de algo de importancia extraordinaria, porque estoy metido en uno de los más trascendentales experimentos de la Humanidad. Quizás el más grande experimento de todas
las épocas. Le pido que participe en ese secreto.
—Será para mí un honor.
—Lo es, desde luego. Reconozco que no habría dado participación en mis trabajos a nadie, a no ser porque la índole gigantesca de la empresa requiere el
concurso de la más elevada capacidad técnica. Obtenida, pues, su promesa de secreto inviolable, paso al asunto en cuestión: la Tierra en que vivimos es en sí un organismo viviente, dotado, según
creo, de circulación, respiración y sistema nervioso propio.
Evidentemente, me hallaba ante un lunático.
—Observo que su cerebro no responde —prosiguió—, pero poco a poco irá aceptando la idea. Fíjese en cómo un margal o un brezal sugieren
la idea del lomo velludo de un animal gigantesco. Existe de un extremo a otro de la naturaleza cierta analogía. Piense usted en los alzamientos y descensos de la Tierra, que son indicio de la lenta respiración
del ser en cuestión. Por último, observe los estremecimientos y arañazos que a nuestros sentidos liliputienses les parecen terremotos y convulsiones.
—¿Y qué me dice de los volcanes? —pregunté.
—¡Pues sí! Que corresponden a los brotes de fiebre de nuestros cuerpos.
El cerebro me daba vueltas tratando de encontrar alguna respuesta a tan estrafalarias afirmaciones.
—¡La temperatura! —exclamé—. Pero ¿no es cierto que sube rápidamente a medida que se profundiza en el interior de la Tierra, y que el centro
de la misma es de fuego líquido?
Hizo a un lado mi afirmación con un vaivén de la mano.
—Posiblemente sepa usted que la Tierra está achatada por los polos. Eso se enseña en las escuelas primarias y hoy en día es obligatoria la asistencia a las mismas. Eso significa que el polo está más cerca del centro que de cualquier otro punto del globo, ¿verdad?
—Todo ello es completamente nuevo para mí.
—Claro que lo es. Constituye el privilegio de los pensadores originales el exponer ideas que resultan nuevas y que de ordinario son mal recibidas por la gente vulgar. Veamos,
señor, ¿qué es esto? Me mostró un objeto pequeño que había cogido de la mesa.
—Yo diría que es un erizo de mar.
—En efecto lo es, —exclamó con exagerada expresión de sorpresa, lo mismo que un niño que ha hecho una habilidad—. Es un erizo de mar, un echinus corriente. La Naturaleza se repite en muchas formas, con independencia de tamaños. El erizo de mar es un modelo, un prototipo de nuestra Tierra. Fíjese en que es aproximadamente circular, pero achatado en los polos. Consideremos, pues, a la Tierra como a un inmenso echinus. ¿Qué tiene usted que objetar a eso?
Mi principal objeción era que todo aquello resultaba demasiado absurdo para ser discutido, pero no me atreví a decírselo. Rebusqué una idea menos terminante,
y contesté:
—Un ser viviente necesita alimentarse. ¿Dónde iba a encontrar la Tierra para sustentar su inmenso cuerpo?
—Excelente observación, excelente —dijo el profesor con aires de inmensa condescendencia y superioridad—. Tiene usted visión rápida de lo evidente,
aunque sea la comprensión lenta para implicaciones más sutiles. ¿De qué se alimenta la Tierra? Volvamos otra vez a nuestro amiguito el erizo de mar. El agua que lo rodea por todas partes fluye por
los conductos tubulares de este animalito proporcionándole alimento.
—Según eso, cree usted que el agua…
—No, señor. El éter. La Tierra pace en un camino circular por los campos del espacio, y a medida que se mueve, el éter penetra en ella y la atraviesa alimentándola.
Todo un rebaño de pequeños erizos de mar, Venus, Marte y demás planetas realizan la misma tarea. Cada cual tiene su campo donde pastar.
Aquel hombre estaba ciertamente loco, resultaba imposible discutir con él. Aceptó mi silencio como conformidad y me sonrió de la manera más generosa.
Luego prosiguió:
—Veo que ya vamos comprendiendo. La luz empieza a penetrar en su cerebro. Al principio deslumbra, pero nos acostumbramos pronto a ella. Le ruego me preste atención mientras
le hago un par de observaciones sobre este animalito que tengo en mi mano… Vamos a suponer que en este caparazón exterior duro se moviesen algunos insectos infinitamente pequeños. ¿Se daría
cuenta el erizo de su existencia?
—Yo diría que no.
—Pues de idéntica manera podemos suponer que la Tierra no tiene la más remota idea de la forma como es utilizada por la raza humana. Es completamente ajena a
la existencia de esta excrescencia de vegetación y de la evolución de estos minúsculos animaluchos que ha ido recogiendo sobre sí durante sus viajes alrededor del Sol, igual que un viejo bajel va
reuniendo percebes en su casco. Así están las cosas en la actualidad, pero yo me propongo alterarlas.
Me lo quedé mirando atónito:
—¿Que se propone usted alterarlas?
—Me propongo conseguir que la Tierra se entere que existe por lo menos una persona, George Edward Challenger, que hay que tener en cuenta, mejor dijo, que reclama su atención.
Hasta ahora jamás recibió una exigencia de esta clase.
Arthur Conan Doyle, Cuando el Mundo gritó
Libro