Bull Rockett: Peligro en la Antártida

 

 

-Miren... ¡Allá aparecen los primeros témpanos!

 Tuve que contener el aliento.

 La visibilidad era excepcionalmente buena para la región, y ella nos permitía contemplar en todo su esplendor aquella avanzada de los hielos antárticos.

 Enormes, deslumbradoramente blancos, una larga fila de gigantescos témpanos venía a nuestro encuentro, en lenta deriva hacia el Noroeste. Eran de forma tabular, con mesetas de muchos kilómetros de longitud; uno de ellos recordaba, con fiel exactitud, la silueta de un portaviones.

 Luego otra vez el mar, que apareció casi negro por contraste con la blancura del hielo. Y de nuevo los témpanos, flotando ahora en un mar cubierto por trozos de hielo plano, de poco espesor, que boyaban casi al ras del agua.

 -Ya estamos volando sobre el pack -anunció Warner-. Lo estamos encontrando sorprendentemente pronto.

 -¿El pack?- confieso que la palabra me era nueva.

 -El pack es el hielo de origen marino -explicó Bull-. Es agua de mar congelada por la baja temperatura: va derivando hacia el Norte llevado por las corriente; y pronto llegaremos a verlo formando un campo sólido, una costra ininterrumpida casi sobre el agua...

 -¿Y los témpanos? ¿De qué origen son? ¿No son también formados por el mar, acaso?

 -No. Los témpanos son de origen terrestre; son hielos desprendidos del enorme glaciar que es en realidad la Antártida... El hielo que constantemente se está formando en el interior del continente va empujando al hielo más viejo hacia la periferia, hasta que llega al mar y se quiebra, flotando en esos pedazos colosales que son los témpanos.

 -¿No son demasiado grandes para tener ese origen? ¡Ese que va allí tiene más de quince kilómetros de longitud, por lo menos!

 -Los hay muchísimo más grandes, Bob... No te olvides que todo el continente antártico está cubierto por una capa de hielo de un espesor de más de quinientos metros... ¿Te das cuenta de la fabulosa cantidad de hielo que eso significa?

 Quedé callado. No tanto porque me impresionaran las palabras de Bull sino porque el increíble espectáculo que se nos ofrecía allá abajo no podía ser más tremendo. Los témpanos que avanzaban en procesión, englobados algunos por trozos de pack, eran ahora incontables. E incontables, también, las tonalidades de blanco que ofrecían; los había de blancura mate, lechosa; los había casi azules; los había que parecían de cristal opalino... El mar, en su movimiento incesante, dislocaba aquí y allá la capa del pack; se formaban así canales de agua libre, negros como la tinta por el contraste con tanta blancura.

 Pero poco duró el fascinador espectáculo: entramos en un dosel de bruma y pronto nos encontramos volando en una blanca tiniebla, tan espesa que costaba que costaba ver la punta de las alas. Durante horas volamos así, completamente a ciegas, con una que otra ocasional oportunidad de avistar el helado paisaje en algún claro de la bruma.

 Pero la suerte nos acompañó: cuando nos aproximábamos ya a la posible posición del «Seeteufel» la bruma se abrió, y otra vez pudimos ver el alucinante despliegue del hielo antártico.

 -Cada vez los caminos de agua libre son menos frecuentes- comentó Bull.

 -Sí -asintió Warner-. Nos encontramos ya muy cerca de la costa oriental del Mar de Ross. Diez minutos más y estaremos volando sobre la posición del «Seeteufel» -esto último lo dijo con mal disimulada excitación.

 

H. G. Oesterheld, Bull Rockett: Peligro en la Antártida

Dibujos de portada: Francisco Solano López y Carlos Vogt. 

Viñetas interiores: Paul Campani y Daniel Haupt.

Wunderwaffen

 

 

Agosto de 1946, Base Nueva Suabia, Antártida.

 Himmler ha creado la Oficina Especial 13, para gestionar investigaciones secretas e «invisibles» del Reich, especialmente en el Polo Sur.

 ¿Qué es el extraño objeto metálico encontrado al cavar un pozo en el hielo?

 ¿Quién es el extraño ser que toma el cuerpo de un teniente del Comando Especial Antipartisanos asignado a Ucrania, pero de misión en la Antártida, para poder comunicarse con los humanos?

 ¿Por qué los nazis podrían ganar la Segunda Guerra Mundial desde el pasado y no en el futuro, con la ayuda de una arma milagrosa de origen extraterrestre? ¿Qué relación tiene todo ello con las nubes y la tormenta eléctrica que hicieron fracasar el desembarco de Normandía por parte de los Aliados?

 ¿Por qué en la ucronía causada por el alienígena en el tiempo-espacio, cierto científico prisionero en Auschwitz, en vez de morir logra escapar y llegar hasta la Casa Blanca para asesorar al presidente Harry S. Truman de EU?

 

Wunderwaffen (Armas Milagrosas) 

Cómic ucrónico escrito por Richard D. Nolane

Dibujos de Maza

Colores de Desmir Miljić - Desko

Éditions Soleil /Ricahrd D. Nolane / Maza

2010-2020...

 

Cómic

 

Vol.IV, página 48:

 

Vol. V, página 44:

 

Vol.VI, página 35:

Vol. VII, página 29:


 

 

Vol.VIII, página 24: 




Vol. IX, página 45:



Vol. X., página 47:


Vol. XI, página 49:


Vol.XII, página 22:


Vol. XIII, página 41:


Vol.IV, página 22:


Vol.XV, página 28:




Vol. XVI, página 45:













 

 

 



Amundsen alcanza el Polo Sur (14-17 de diciembre de 1911)


 

"Oscar Wisting, Sverre Hassel, Helmer Hanssen y Roald Amundsen (de izquierda a derecha) en «Polheim», la tienda erigida en el Polo Sur el 16 de diciembre de 1911. La bandera en lo alto es la de Noruega; mientras que la de abajo lleva el nombre de «Fram». Fotografía de Olav Bjaaland."


 

 

Amundsen alcanza el Polo Sur (14-17 de diciembre)

 

Los ocho kilómetros que los separaban del Polo se convirtieron en una tortura para los noruegos, deseosos de poner a sus perros a correr y salvar lo antes posible la distancia que les quedaba para alcanzar su objetivo. Para Amundsen, que encabezaba la fila, la tensión todavía era mayor y no podía dejar de escudriñar el horizonte en busca de algo que destacase sobre aquella llanura infinita y que señalase el paso de los británicos. Por la fecha sabía que eso no era posible, puesto que se habían adelantado en varios días a los planes más optimistas de Scott; además no creía que éste, con sus caballos, hubiera podido superar el ritmo de sus perros. Sin embargo, el temor y la incertidumbre siempre conviven en el ser humano con la seguridad y el valor. Por otra parte, Amundsen se jugaba mucho en esta aventura.

Sobre las tres de la tarde del 14 de diciembre de 1911, el grito de «Alto» de sus compañeros le hizo detenerse. Un rápido reconocimiento a su alrededor le proporcionó la evidencia de que habían sido los primeros en llegar al Polo Sur: lo habían logrado. Un extraño sentimiento se apoderó de Amundsen; durante los últimos dos años había soñado una y otra vez con el instante en el que alcanzaría uno de los dos puntos más ansiados por los exploradores: el Polo Sur Geográfico, y, justo en ese momento, también era consciente de que su sueño de niño y de joven, su deseo más fuerte hasta hacía bien poco tiempo, no era ése. Con una mezcla de honestidad, algo de cinismo y de humor escribiría: «Seguramente nunca un hombre se ha enfrentado, como me pasaba a mí, al hecho de haber alcanzado algo diametralmente opuesto a aquello con lo que ha soñado. Las regiones del Polo Norte –sí, el mismísimo Polo Norte– me habían atraído desde mi juventud, y heme aquí, en el Polo Sur. ¿Cabe imaginar mayor despropósito?» (Amundsen, vol. II, 2001: 121).

Sin embargo, no era momento para reflexiones. Lo habían conseguido y todos se reunieron para felicitarse mutuamente por el éxito de la empresa y desplegar su bandera. Durante unos minutos, llenos de orgullo, de respeto y de recuerdos, no pudieron apartar los ojos de aquel símbolo de su país, de la tierra natal que había logrado su independencia hacía tan poco tiempo. El murmullo de la seda agitada con la brisa de la meseta polar, y sus vivos colores que contrastaban con la blancura del paisaje, debió de tener un efecto hipnótico sobre ellos. El momento culminante llegó cuando Amundsen decidió que ese acto histórico de plantar la bandera tenía que ser realizado por todos ellos: «No a uno solo, sino a todos por igual correspondía aquel honor, puesto que todos habíamos empeñado la vida en esa lucha. Sólo de este modo pensé que podía demostrar a mis compañeros mi gratitud» (Amundsen, vol. II, 2001: 122).

Cinco manos curtidas por el viento y el frío levantaron el bastón de esquiar, que hacía de improvisado mástil de la bandera, y, con una solemnidad que únicamente se puede conseguir en un acto de estas características, clavaron por primera vez la insignia de un país en el Polo Sur Geográfico.

De inmediato, como si quisieran ocultar aquella emotiva manifestación de sentimientos y patriotismo, regresaron a su actividad habitual. Amundsen lo justificaría diciendo: «Estas regiones no se prestan a largas y solemnes ceremonias; cuanto más breve, mejor» (Amundsen, vol. II, 2001: 122). Así que comenzaron a montar el campamento. Esa noche la tienda era una fiesta, y entre risas marcaron todos los objetos que llevaban consigo con las palabras «Polo Sur» y la fecha. Con total naturalidad, el tabaco, que hasta entonces estaba prohibido, hizo su aparición y Amundsen, a quien le gustaba fumar, fue el primero en agradecerlo.

 

Rodeando el Polo

Cuando se aproximaba la medianoche, y puesto que el Sol estaba las veinticuatro horas sobre sus cabezas, decidieron hacer una observación solar para recalcular su posición; el resultado fue que todavía no estaban en el Polo, que se encontraban a 89o56’ S. Puesto que para obtener una medida exacta de su posición necesitarían varias horas de cálculos al Sol, y como no estaban seguros de si el tiempo seguiría despejado, recurrieron a un método más expeditivo de asegurar que cumplían su objetivo: recorrer los alrededores para garantizar que el Polo quedase dentro del área pisada por alguno de ellos.

La razón de este comportamiento, aparentemente tan desconfiado, hay que buscarla en la enconada disputa entre Cook y Peary sobre quién había llegado y quién no al Polo Norte. Amundsen, preocupado por que pudiera pasarle una cosa similar con Scott, decidió que, desde donde se encontraban, tres de sus hombres se alejasen esquiando 20 kilómetros en tres direcciones diferentes, la primera en la prolongación de la marcha y las otros dos en direcciones perpendiculares a derecha e izquierda. En principio lo iban a hacer al día siguiente, después de levantarse, pero entre que la excitación no les dejaba dormir y que el tiempo era bueno, los tres optaron por comenzar de inmediato. De ese modo, después de haber recorrido aquel día 30 kilómetros, a las dos de la madrugada se lanzaron a recorrer otros 40 kilómetros entre ida y vuelta, sin ni siquiera la ayuda de una brújula, pues las que llevaban eran muy precisas pero también muy grandes y pesadas, y sólo se podían transportar en los trineos.

Más tarde, el prudente y cauteloso Amundsen, que salvo momentos excepcionales siempre se había caracterizado por tratar de evitar el más mínimo peligro que se pudiese prever, escribiría que esa noche tanto él como sus compañeros asumieron un gran riesgo al alejarse por aquel desierto helado sin más orientación para la vuelta que la posición del Sol y sus huellas sobre la nieve, ya que al primero lo podrían ocultar las nubes en cualquier momento y las segundas podrían desaparecer en cuanto se levantase algo de viento, condenándoles a errar por la meseta hasta encontrar la tienda o la muerte.

Mientras sus tres hombres se lanzaban al peligro, él y Helmer-Hanssen, aprovechando que el cielo seguía despejado, empezaron a hacer medidas al Sol cada hora para poder calcular mejor el círculo de latitud donde se encontraban y, lo más importante, la dirección a seguir para alcanzar el Polo en caso de que no estuviesen sobre él. Después de ocho horas de marcha regresaron sus compañeros, prácticamente al mismo tiempo. Cada uno de ellos había clavado al final de su recorrido uno de los patines de repuesto de los trineos, que tenían cuatro metros de largo, en cuyo extremo superior habían atado un trozo de tela oscura y donde habían sujetado un papel indicando la posición donde estaban acampados.

 

Polheim, el hogar del Polo

Los resultados de las observaciones les indicaron que todavía se encontraban a unos 10 kilómetros de su objetivo y, pese a que eso significaba que el Polo estaba dentro del área que habían recorrido los esquiadores, decidieron, puesto que el tiempo seguía siendo bueno y tenían reservas de comida para dieciocho días, seguir hacia allá al día siguiente. Así, el 16 de diciembre, después de abandonar un trineo, dividir los dieciséis perros que les quedaban entre los dos trineos restantes y redistribuir las provisiones y equipos, hicieron su última marcha hasta el Polo. Una vez alcanzado acamparon de nuevo y lo prepararon todo para volver a tomar medidas al Sol cada hora, esta vez durante un día completo. El resultado fue que no se encontraban exactamente en el Polo Sur, pero sí tan cerca como el error de los instrumentos podía indicar y, con la satisfacción del deber cumplido, comenzaron a preparar todo para el regreso a Framheim y luego a casa. Sobre sus cabezas, el Sol mantenía, a simple vista, la misma altura sobre el horizonte.

Esa noche Bjaaland sorprendió a todos pronunciando un pequeño discurso, al término del cual, precisamente él que no fumaba, sacó una caja de puros que había llevado para la ocasión. Después de que todos cogieran uno todavía quedaban tres, lo que según algunos biógrafos fue el particular, y secreto, homenaje de Bjaaland a los tres compañeros que esa noche deberían haber estado con ellos. Luego le dio la caja con los restantes a Amundsen «en recuerdo del Polo» (Bomann-Larsen, 2006: 108), quien no debió de darse cuenta de esta sutil insinuación dado que escribió que guardaría ese regalo «como un símbolo de aprecio de mis compañeros» (Amundsen, vol. II, 2001: 132).

 

A la mañana siguiente montaron una pequeña tienda que llevaban de repuesto, en cuya parte superior colocaron una bandera noruega y un banderín del Fram. Para su sorpresa, al montar la tienda encontraron que sus compañeros del barco habían cosido a la tela unos trozos de piel con mensajes de ánimo, entre ellos un «Bienvenidos a 90o S». En el interior de la tienda dejaron diversos instrumentos y material de abrigo y Amundsen preparó dos cartas: la primera, una sucinta narración de su viaje dirigida a su rey, que dejó en previsión de que les sucediese alguna tragedia durante el regreso; la otra estaba dirigida a Scott.

Después de recoger el campamento abandonaron aquel lugar con el que tanto habían soñado y al que denominaron Polheim (la casa del Polo). El chasquido del látigo volvió a poner en marcha los trineos y comenzaron a alejarse en dirección Norte; habían terminado la mitad de la aventura, ahora tenían por delante la otra mitad, el regreso, que podía ser tan peligroso o más que la ida. Según se iban alejando, volvían sus cabezas una y otra vez para ver cómo disminuía en la distancia aquel lugar, aparentemente igual a cualquier otro en cientos de kilómetros a la redonda, pero todo un símbolo para el ser humano en su búsqueda por alcanzar lo más recóndito, misterioso y peligroso.

 

Javier Cacho Gómez, Amundsen-Scott: Duelo en la Antártida

                  

Libro

 

La Conquista de la Antártida

 

 

 

La Conquista de la Antártida. Una de las grandes hazañas del hombre sobre la tierra. ¡Algo increíble y portentoso!

Colección Grandes Viajes, Año X, No. 120, 14 de noviembre de 1972, Editorial Novaro México.

No aparece ninguna información acerca del guionista ni del ilustrador.

 

El cómic trata sobre cómo la humanidad descubrió el sexto continente de manera paulatina, a través de diferentes expediciones polares, en un periodo de tiempo que va desde el siglo XVI al siglo XX. Un recorrido monográfico y puntual que podría inquietar e inspirar al público no iniciado en el Polo Sur.

Cómic 

 

 




 






 

 







You are love (toujours gai mon cher)

 


 

Composición de Teo Macero

Letra y voz de Janis Ian


Tema ex profeso para la película Virus (1980), dirigida por Kinji Fukasaku, basada en la novela de Sakyo Komatsu.


What's the time?

Where's the place?

Why the line?

Where's the race?

just in time, I see your face

Toujours gai, mon cher


You are the star

that greets the sun

Shine across my distant sky

when night is done

You'll be the moon to light my way

Toujours gai, mon cher


It's not too late to start again

It's not too late

though when you go away the skies will grey again

In the time that remains,I will stay

Toujours gai, mon cher


No regret

for the light that will not shine

No regret,

but don't forget, the flame was mine and in another place,

in another time

Toujours gai, mon cher


It's not too late to start again

It's not too late

though when you go away

the skies will grey again

In the time that remains,

I will stay

Toujours gai, mon cher


Halfway measures go unsung

Take your pleasures while you're young

Just remember, when they're done,

Toujours gai, mon cher

 

 


 

Virus

 

 

Otoño de 1982. El virus MM-88, a través de una pandemia de influenza,provocó la muerte de la mayoría los humanos. Sólo han sobrevivido 863 personas en la Antártida y los tripulantes del submarino nuclear británico HMS. Dicho virus es inactivo a los -10 ºC.

¿Cómo sucedió? ¿Existe alguna esperanza para los sobrevivientes?

¿El doctor Leisenhau podrá encontrar la vacuna?

¿Por qué, a pesar de todo, persiste el peligro de una catástrofe nuclear?

Virus Fukkatsu no hi (Japón, 1980)
Película de ciencia ficción dirigida por Kinji Fukasaku, 
Guión: Kôji Takada, Kinji Fukasaku, Gregory Knapp, basado en la novela de Sakyo Komatsu.
Fotografía: Daisaku Kimura
Música: Kentaro Haneda, Teo Macero

Reparto: Glenn Ford, Robert Vaughn, Masao Kusakari, George Kennedy, Bo Svenson, Henry Silva, Chuck Connors, Olivia Hussey, Edward James Olmos, Tsunehiko Watase, Isao Natsuyagi, Sonny Chiba, Kensaku Morita, Toshiyuki Nagashima, George Touliatos, Stuart Gillard, Ken Ogata, Sonny Chiba…

 

 










 


 


Aquí se puede ver el filme completo con subtítulos en español:




 



El abismo de Maracot

 

 

 

Cuando acabé de escribir todo esto bajé a tierra para darme un último paseo, ya que a la mañana siguiente zarparíamos a primera hora. Creo que fue una suerte que lo hiciera, porque en el muelle se había armado una pelea impresionante, Maracot y Bill Scanlan estaban metidos en ella. Bill siente cierto regustillo por las broncas y sabe hacer lo que él llama «zurrar fuerte con ambos puños»; pero con media docena de navajeros rodeándolos, la cosa no tenía buen aspecto. Por eso era el momento oportuno para entrometerme. Al parecer, el doctor había alquilado uno de esos chismes que llaman coches de alquiler, y había recorrido media isla inspeccionando su geología, pero olvidando completamente que iba sin dinero. Cuando fue a pagar, no consiguió hacerse comprender por aquellos palurdos, y el cochero le quitó el reloj para asegurarse de que le pagaría. Aquello obligó a Bill Scanlan a entrar en acción y, de no haber aparecido yo para arreglar el asunto con uno o dos dólares que le entregué al conductor y cinco dólares de bonificación para el tipo que se había ganado un ojo amoratado, ambos hubieran acabado en el suelo con la espalda hecha un acerico. Afortunadamente, el asunto terminó bien y Maracot me pareció más humano que nunca. Cuando regresamos al barco me llamó al pequeño camarote que guarda para sí y me dio las gracias.

—Por cierto, señor Headley —dijo—, tengo entendido que no está casado.

—No —repuse—, no lo estoy.

—¿Nadie depende de usted?

—No.

—¡Bien! —dijo—. No he hablado del objeto de este viaje porque, debido a razones que sólo a mí incumben, deseaba mantenerlo en secreto. Una de estas razones era que tenía miedo de que se me adelantaran. Cuando los proyectos científicos se divulgan, le puede ocurrir a uno lo que a Scott le sucedió con Amundsen. Si Scott hubiese tenido la boca cerrada como yo he hecho, habría sido él, y no Amundsen, quien hubiese llegado primero al Polo Sur. En lo que a mí respecta, mi meta es tan importante como el Polo Sur, por eso he guardado silencio. Pero ahora que nos encontramos en vísperas de la gran aventura, ninguno de mis rivales tiene ya tiempo para robar mis proyectos. Mañana zarpamos para nuestra auténtica meta.

—¿Y cuál es? —pregunté.

Se inclinó hacia delante, y su rostro ascético se iluminó con el entusiasmo del fanático.

—Nuestra meta —dijo— es el fondo del océano Atlántico.

 

                                                   

Cuando acabé de escribir todo esto bajé a tierra para darme un último paseo, ya que a la mañana siguiente zarparíamos a primera hora. Creo que fue una suerte que lo hiciera, porque en el muelle se había armado una pelea impresionante, Maracot y Bill Scanlan estaban metidos en ella. Bill siente cierto regustillo por las broncas y sabe hacer lo que él llama «zurrar fuerte con ambos puños»; pero con media docena de navajeros rodeándolos, la cosa no tenía buen aspecto. Por eso era el momento oportuno para entrometerme. Al parecer, el doctor había alquilado uno de esos chismes que llaman coches de alquiler, y había recorrido media isla inspeccionando su geología, pero olvidando completamente que iba sin dinero. Cuando fue a pagar, no consiguió hacerse comprender por aquellos palurdos, y el cochero le quitó el reloj para asegurarse de que le pagaría. Aquello obligó a Bill Scanlan a entrar en acción y, de no haber aparecido yo para arreglar el asunto con uno o dos dólares que le entregué al conductor y cinco dólares de bonificación para el tipo que se había ganado un ojo amoratado, ambos hubieran acabado en el suelo con la espalda hecha un acerico. Afortunadamente, el asunto terminó bien y Maracot me pareció más humano que nunca. Cuando regresamos al barco me llamó al pequeño camarote que guarda para sí y me dio las gracias.

—Por cierto, señor Headley —dijo—, tengo entendido que no está casado.

—No —repuse—, no lo estoy.

—¿Nadie depende de usted?

—No.

—¡Bien! —dijo—. No he hablado del objeto de este viaje porque, debido a razones que sólo a mí incumben, deseaba mantenerlo en secreto. Una de estas razones era que tenía miedo de que se me adelantaran. Cuando los proyectos científicos se divulgan, le puede ocurrir a uno lo que a Scott le sucedió con Amundsen. Si Scott hubiese tenido la boca cerrada como yo he hecho, habría sido él, y no Amundsen, quien hubiese llegado primero al Polo Sur. En lo que a mí respecta, mi meta es tan importante como el Polo Sur, por eso he guardado silencio. Pero ahora que nos encontramos en vísperas de la gran aventura, ninguno de mis rivales tiene ya tiempo para robar mis proyectos. Mañana zarpamos para nuestra auténtica meta.

—¿Y cuál es? —pregunté.

Se inclinó hacia delante, y su rostro ascético se iluminó con el entusiasmo del fanático.

—Nuestra meta —dijo— es el fondo del océano Atlántico.

 

Arthur Conan Doyle, El abismo de Maracot

                                   

Libro


 

 

 

Cuando el Mundo gritó

 

 

—¿Tiene cita el señor?— me preguntó.

—Naturalmente.

Miró una lista que tenía en la mano.

—¿Su nombre, señor?… Sí, desde luego, míster Peerles Jones… A las diez y treinta.

Perfectamente. Hemos de tomar precauciones, míster Jones, los periodistas no nos dejan en paz. Ya sabrá usted que el profesor no quiere trato alguno con la prensa. Por aquí, señor. El profesor Challenger está preparado para las visitas.

Instantes después me vi en su presencia. Mi amigo, Ted Malone, ha descrito al hombre en su historia de El mundo perdido mucho mejor de lo que yo sabría hacerlo, de modo, pues, que a ella me remito. Todo lo que percibí fue un enorme busto detrás de una mesa de caoba, con unas grandes barbas negras de forma de azada y dos grandes ojos grises medio cubiertos por unos párpados insolentes, entornados. Su cabezota estaba algo echada hacia atrás, sus barbazas erizadas hacia

adelante y todo su aspecto en conjunto producía una impresión de arrogante intransigencia. Era como un cartel que dijese: «¿Qué diablos quiere usted?» Dejé mi tarjeta encima de la mesa.

—¡Ah, sí! —exclamó, recogiendo la tarjeta y manipulándola como si le desagradase el olor de la misma—. De modo que usted es Míster Jones…, Míster Peerles Jones. Agradezca a su padrino la ocurrencia, pues ese divertido nombre de pila llamó mi atención hacia usted.

—Profesor Challenger, he venido a tratar de negocios y no a discutir acerca de mi nombre de pila—le dije con toda la dignidad de que fui capaz.

—Vaya, vaya, míster Jones, parece que es usted persona muy susceptible. Hay que andarse con cautela al tratar con usted, míster Jones. Por favor, siéntese y cálmese. He leído un folleto acerca de la posibilidad de cultivar la península del Sinaí. ¿Lo escribió usted?

—¡Naturalmente, puesto que yo lo firmo!

—Muy bien, muy bien, aunque no siempre ocurra eso, ¿verdad? Pero acepto sin más su afirmación. No carece de ciertos méritos su obra. Bajo la pesadez del estilo, brillan aquí y allá algunas ideas. Sí, no faltan gérmenes de ideas de cuando en cuando. ¿Es usted casado?

—No, señor.

—En tal caso, ya existe cierta posibilidad de que guarde usted un secreto.

—Si yo prometiese guardarlo, lo guardaría sin ningún género de dudas.

—Eso dice usted. Malone, mi joven amigo —hablaba de Ted como si este fuese un chico de diez años—, tiene buen concepto de usted. Asegura que puedo confiar en usted. Pero aquí se trata de algo de importancia extraordinaria, porque estoy metido en uno de los más trascendentales experimentos de la Humanidad. Quizás el más grande experimento de todas las épocas. Le pido que participe en ese secreto.

—Será para mí un honor.

—Lo es, desde luego. Reconozco que no habría dado participación en mis trabajos a nadie, a no ser porque la índole gigantesca de la empresa requiere el concurso de la más elevada capacidad técnica. Obtenida, pues, su promesa de secreto inviolable, paso al asunto en cuestión: la Tierra en que vivimos es en sí un organismo viviente, dotado, según creo, de circulación, respiración y sistema nervioso propio.

Evidentemente, me hallaba ante un lunático.

—Observo que su cerebro no responde —prosiguió—, pero poco a poco irá aceptando la idea. Fíjese en cómo un margal o un brezal sugieren la idea del lomo velludo de un animal gigantesco. Existe de un extremo a otro de la naturaleza cierta analogía. Piense usted en los alzamientos y descensos de la Tierra, que son indicio de la lenta respiración del ser en cuestión. Por último, observe los estremecimientos y arañazos que a nuestros sentidos liliputienses les parecen terremotos y convulsiones.

—¿Y qué me dice de los volcanes? —pregunté.

—¡Pues sí! Que corresponden a los brotes de fiebre de nuestros cuerpos.

El cerebro me daba vueltas tratando de encontrar alguna respuesta a tan estrafalarias afirmaciones.

—¡La temperatura! —exclamé—. Pero ¿no es cierto que sube rápidamente a medida que se profundiza en el interior de la Tierra, y que el centro de la misma es de fuego líquido?

Hizo a un lado mi afirmación con un vaivén de la mano.

—Posiblemente sepa usted que la Tierra está achatada por los polos. Eso se enseña en las escuelas primarias y hoy en día es obligatoria la asistencia a las mismas. Eso significa que el polo está más cerca del centro que de cualquier otro punto del globo, ¿verdad?

—Todo ello es completamente nuevo para mí.

—Claro que lo es. Constituye el privilegio de los pensadores originales el exponer ideas que resultan nuevas y que de ordinario son mal recibidas por la gente vulgar. Veamos, señor, ¿qué es esto? Me mostró un objeto pequeño que había cogido de la mesa.

—Yo diría que es un erizo de mar.

—En efecto lo es, —exclamó con exagerada expresión de sorpresa, lo mismo que un niño que ha hecho una habilidad—. Es un erizo de mar, un echinus corriente. La Naturaleza se repite en muchas formas, con independencia de tamaños. El erizo de mar es un modelo, un prototipo de nuestra Tierra. Fíjese en que es aproximadamente circular, pero achatado en los polos. Consideremos, pues, a la Tierra como a un inmenso echinus. ¿Qué tiene usted que objetar a eso?

Mi principal objeción era que todo aquello resultaba demasiado absurdo para ser discutido, pero no me atreví a decírselo. Rebusqué una idea menos terminante, y contesté:

—Un ser viviente necesita alimentarse. ¿Dónde iba a encontrar la Tierra para sustentar su inmenso cuerpo?

—Excelente observación, excelente —dijo el profesor con aires de inmensa condescendencia y superioridad—. Tiene usted visión rápida de lo evidente, aunque sea la comprensión lenta para implicaciones más sutiles. ¿De qué se alimenta la Tierra? Volvamos otra vez a nuestro amiguito el erizo de mar. El agua que lo rodea por todas partes fluye por los conductos tubulares de este animalito proporcionándole alimento.

—Según eso, cree usted que el agua…

—No, señor. El éter. La Tierra pace en un camino circular por los campos del espacio, y a medida que se mueve, el éter penetra en ella y la atraviesa alimentándola. Todo un rebaño de pequeños erizos de mar, Venus, Marte y demás planetas realizan la misma tarea. Cada cual tiene su campo donde pastar.

Aquel hombre estaba ciertamente loco, resultaba imposible discutir con él. Aceptó mi silencio como conformidad y me sonrió de la manera más generosa. Luego prosiguió:

—Veo que ya vamos comprendiendo. La luz empieza a penetrar en su cerebro. Al principio deslumbra, pero nos acostumbramos pronto a ella. Le ruego me preste atención mientras le hago un par de observaciones sobre este animalito que tengo en mi mano… Vamos a suponer que en este caparazón exterior duro se moviesen algunos insectos infinitamente pequeños. ¿Se daría cuenta el erizo de su existencia?

—Yo diría que no.

—Pues de idéntica manera podemos suponer que la Tierra no tiene la más remota idea de la forma como es utilizada por la raza humana. Es completamente ajena a la existencia de esta excrescencia de vegetación y de la evolución de estos minúsculos animaluchos que ha ido recogiendo sobre sí durante sus viajes alrededor del Sol, igual que un viejo bajel va reuniendo percebes en su casco. Así están las cosas en la actualidad, pero yo me propongo alterarlas.

Me lo quedé mirando atónito:

—¿Que se propone usted alterarlas?

—Me propongo conseguir que la Tierra se entere que existe por lo menos una persona, George Edward Challenger, que hay que tener en cuenta, mejor dijo, que reclama su atención. Hasta ahora jamás recibió una exigencia de esta clase.

 

Arthur Conan Doyle, Cuando el Mundo gritó

                                         

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Mundo Perdido

 

 

Nos alejamos de allí en silencio y seguimos costeando la línea de los acantilados, que proseguía tan idéntica y sin soluciones de continuidad como algunos de esos monstruosos campos de hielo de la Antártida, que había visto descritos abarcando todo el horizonte y cayendo a plomo sobre los mástiles del navío explorador. En cinco millas no vimos ni una grieta, ni una abertura. Y de pronto percibimos algo que nos llenó de nuevas esperanzas. En un hueco de la roca protegido de la lluvia había una flecha dibujada rústicamente con tiza, que apuntaba hacia el oeste.

–Maple White otra vez –dijo el profesor Challenger–. Tenía algún presentimiento de que otros dignos pasos seguirían pronto a los suyos.

–Por lo visto llevaba tiza, ¿no es cierto?

–Una caja de tizas de colores figuraba entre los efectos que yo encontré en su mochila. Recuerdo que la blanca estaba desgastada hasta que apenas quedaba un resto.

  

Arthur Conan Doyle, Mundo Perdido

                                                         

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