Music for Werner Herzog's Encounters at the End of the World

 

 

Music for Werner Herzog's Encounters at the End of the World 

Henry Kaiser & David Lindley (Fractal Music, 2013)

 

 

 



Encuentros en el fin del mundo

 

Encounters at the End of the World (Estados Unidos, 2007)

Película documental escrita y dirigida por Werner Herzog

Las imágenes subacuáticas del Mar de Ross tomadas por un buzo experto y amigo de Herzog, son el motivo principal para viajar a la Antártida. El cineasta visita la estación científica de Mac Murdo, el campamento de estudio sobre focas, la zona de buceo New Harbor, la cabaña del explorador Amundsen, el campamento de estudio sobre pingüinos y el campamento de estudio sobre el volcán Erebus.

En el trayecto del viaje Herzog se encuentra y conversa con las personas que allí viven por diferentes razones. Una de ellas es Stefan Pashov, filósofo y conductor de montacargas:

  


Werner Herzog: ¿Cómo es que nos encontramos en los confines del mundo?

Stefan Pashov: Creo que es un lugar lógico para encontrarse, porque este sitio es casi como es la selección natural para la gente que quiere salir de los márgenes del mapa, y nos encontramos aquí, donde convergen las líneas del mapa. No hay nada más al Sur que el Polo Sur. Y creo que aquí hay bastante gente que viaja a tiempo completo y trabaja media jornada. Son los soñadores profesionales. Sueñan todo el tiempo, y creo que a través de ellos se realizan los mayores sueños cósmicos, los sueños del universo a través de los nuestros, y hay muchas maneras para que la realidad se manifieste. Soñar es una de esas maneras.

 

 


 Por aquí se puede ver completa:




 

 

 

Who goes there?

 

Barclay profirió una exclamación entrecortada y señaló hacia lo alto.

Obscuro en el cielo crepuscular, algo alado describía curvas de indescriptible gracia. Las grandes alas blancas se inclinaban suavemente y el pájaro revoloteaba sobre los hombres con silenciosa curiosidad.

-Un albatros... -dijo en voz baja Barclay-. El primero de la temporada, que piensa irse tierra adentro no sé por qué motivo. Si un monstruo anda suelto...

Norris se inclinó sobre el hielo y sacó algo precipitadamente de su gruesa ropa a prueba de viento. Se irguió. En su mano brillaba una amenazadora arma de metal azulado, y ésta rugió desafiando al silencio blanco de la Antártida.

El pájaro profirió un ronco chillido. Sus grandes alas se agitaron frenéticamente cuando una docena de plumas se desprendieron de su cola. Norris volvió a disparar. El pájaro se movía velozmente ahora, pero en una línea de retirada casi recta. Volvió a chillar, cayeron más plumas y se remontó con sordo aleteo detrás de un cerro de hielo, para luego desaparecer.

Norris siguió presurosamente a sus compañeros.

-No volverá -dijo, jadeante.

Barclay le advirtió que se callara, señalando con un gesto. Una curiosa luz , ferozmente azul brotaba por las grietas de la puerta de la cabaña. Dentro resonaba un zumbido muy suave, también un chasquido y un tintineo de herramientas, aquellos sonidos traían un mensaje de frenética prisa.

McReady palideció.

-Dios nos ayude si ese monstruo ha...

Asió a Barclay por el hombro e hizo el movimiento de cortar con los dedos, señalando el nudo de cables de control que sujetaban la puerta.

Barclay sacó del bolsillo los cortadores de alambre y se hincó de rodillas silenciosamente. El chasquido de los alambres cortados causó un indecible estrépito en el absoluto silencio de la Antártida. Sólo se escuchaba aquel extraño y suave zumbido en el interior de la cabaña, y el frenético chasquear y tintinear de las herramientas que ahogaba esos ruidos.

McReady atisbó por una grieta de la puerta. Tomó aliento con ronco sonido y sus grandes dedos se clavaron cruelmente en el hombro de Barclay. El meteorólogo retrocedió.

-No es Blair -explicó McReady, en voz baja-. Es alguien arrodillado junto a un objeto que está sobre la litera... que quiere levantar, parece un morral... y que sube a cada momento.

-Vamos juntos -dijo Barclay con aire ceñudo-. No. Norris, quédese atrás y saque ese hierro suyo. Eso que está ahí... puede tener armas.

El vigoroso cuerpo de Barclay y la gigantesca fuerza de McReady golpearon juntos la puerta. Dentro, la litera apoyada contra ésta chirrió

con locura y se hizo añicos. La puerta saltó hacia dentro

Un ser se levantó de un salto, como una pelota de goma azul. Uno de sus cuatro brazos, semejantes a caracoles, se estiró como una víbora que va a asestar su golpe. En una mano de siete tentáculos brillaba un lápiz de reluciente metal y el ser lo levantó para afrontarlos. Los finos labios del monstruo se entreabrieron convulsivamente descubriendo unos colmillos de ofídio, en una mueca de odio, mientras sus ojos encarnados fulguraban.

                                                                    

John W. Campbell Jr., Who goes there?

                                                                    

Libro



 

 

El demonio de la Antártida

 

Tomamos uno de los trineos de hélice, justificando el viaje como de exploración geológica de unas formaciones que dijimos haber descubierto hacia el sur. De todas formas llevábamos muchos días de trabajo y los reglamentos se habían relajado un tanto.

Nos deslizamos a tremenda velocidad sobre la helada llanura. Oscuras nubes comenzaban a cubrir el cielo, y el sol antártico estaba ya bajo, cercano al horizonte, preludiando la larga noche polar que caería un mes después. Bernstein se negó a anticiparme nada. Tan sólo sonreía, y consultaba en ocasiones el compás giroscópico (en aquellas regiones la brújula magnética es inoperante) y un tosco mapa hecho por él mismo.

Contorneamos a mucha distancia el Pico Nansen, para internarnos luego en territorios no explorados por nuestra expedición, y posiblemente tampoco por alguna otra. Dormimos una noche, noche desde luego con inmutable luz solar, en el cálido interior del vehículo. Al segundo día alcanzamos nuestro objetivo.

Allí, algo separado del resto de la cordillera, se alzaba una montaña de geometría extrañamente regular. Un coloso cubierto de hielo, que al instante me inspiró un incomprensible aborrecimiento. Creí ver una leve corona luminosa en torno a su cima, como si la electricidad estática anidara allí, quizá presta a descargarse contra quien se atreviera a hollar el monte.

Bernstein había detenido el motor del trineo y cuando salimos de él un fabuloso silencio nos acogió. Me pareció hallarme a miles de kilómetros de toda presencia humana, en un mundo hostil tal como debió ser en los primeros días de la creación, cuando la vida aún no existía.

¿O cuando existía una vida diferente?

                               

Carlos Saiz Cidoncha, El demonio de la Antártida

                                

Cuento


 

Los Cantos de Maldoror

 

He hecho un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a tan peligrosa alianza. Vi ante mí un sepulcro. Escuché que una luciérnaga, grande como una casa, me decía: “Voy a iluminarte. Lee la inscripción. Esta orden suprema no proviene de mí”. Una basta luz de color sanguíneo, a cuya vista castañearon mis mandíbulas y mis brazos cayeron inertes, se extendió por los aires hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro en ruinas, pues iba a caer, y leí: “Aquí yace un adolescente que murió tísico: ya sabeís por qué. No roguéis por él.” Muchos hombres no hubieran tenido, tal vez, tanto valor como yo. Mientras, una hermosa mujer desnuda se tendió a mis pies. Yo, a ella, con triste semblante: “Puedes levantarte.” Le tendí la mano con la que el fraticida degüella a su hermana. La luciérnaga, a mí: “Toma una piedra y mátala. –¿Por qué?, le dije.” Ella, a mí: “Ten cuidado, tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución.” Con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón, sentí nacer en mí una fuerza desconocida. Tomé una gran piedra, con muchos esfuerzos, la llevé a duras penas a la altura de mi pecho; me la cargué al hombro con los brazos. Subí una montaña hasta la cima: desde allí, aplasté a la luciérnaga. Su cabeza se hundió tanto en la tierra como alto es un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas descendieron un instante, atorbellinándose y abriéndose en un inmenso cono invertido. La calma volvió a la superficie, la luz sanguinolenta se apagó. “¡Ay!, ¡ay!, exclamó la hermosa mujer desnuda; ¿qué has hecho?”. Yo a ella: “Te prefiero a la luciérnaga, porque me apiado de los desgraciados. No es culpa tuya si la justicia eterna te ha creado.” Ella a mí: “Algún día los hombres me harán justicia; no te digo más. Déjame partir para que pueda ocultar, en el fondo de los mares, mi tristeza infinita. Sólo tú y los horrendos monstruos que hormiguean en aquellos negros abismos, no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que me has amado.” Yo, a ella: “¡Adiós! Una vez más: ¡adiós! ¡Te amaré siempre!... Desde hoy, abandono la virtud.” Por ello, oh pueblos, cuando oigás el viento invernal gimiendo sobre el mar y junto a las orillas, o por encima de las grandes ciudades que, desde hace mucho tiempo, llevan luto por mí, o través de las frías regiones polares, decid: “No es el espíritu de Dios que pasa; es sólo el agudo suspiro de la prostitución unido a los graves gemidos del montevideano.” Niños, soy yo quien lo dice. De modo que, llenos de misericordia, arrodillaos; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias.

  

Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror

            

Libro


 

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